El juez Cardona acertó al negarle una oreja al de Madrid y un rabo al mexicano
Con una faena casi perfecta, el de Aguascalientes bañó al más grande torero de nuestro tiempo
Lunes 30 de noviembre de 2009, p. a38
Otra manera de explicarlo no hay: Arturo Macías enloqueció a 35 mil espectadores que ayer atiborraron la Plaza México... para ver a José Tomás. El mayor torero del planeta, dueño de una posición tan alta en el escalafón mundial que debajo de él no hay nadie, y después de nadie Sebastián Castella, y después de Castella el resto de la humanidad, fue bañado durante la lidia, casi perfecta, del segundo de la tarde, que marcó la consagración del joven maestro de Aguascalientes.
Muy bien presentado y con 450 kilos de peso, el bicho de nombre Cuatro Caminos se arrancó de largo al salir de toriles y arrolló a Macías cuando éste intentaba pegarle una chicuelina. La paliza que el artista recibió en la arena, hizo que se helara el gentío cuando los monosabios lo recogieron exánime. El mano a mano había terminado antes de empezar. Pero entonces Macías resucitó.
Se echó el capote a la espalda, se plantó en los medios, volvió a citar de largo, aguantó la embestida como una estatua y dibujó tres gaoneras impecables, con los pies fijos en el mismo sitio, antes de rematar con un adorno a una mano que puso a la multitud en éxtasis.
Para iniciar su trasteo de muleta regresó a los medios y convocó a la fiera, oscilando la franela como un péndulo. Cuando el bruto acudió a él, se lo pasó por la espalda, y luego por delante, y luego por la espalda otra vez, sin mover las zapatillas ni un milímetro, antes de coger el paño con la zurda y templar en redondo con una lentitud, una profundidad y una belleza irrepetibles.
El animalito era bravo pero débil y necesitaba reposo. Macías se alejó para dárselo y planear la siguiente estrofa de su poema. Esta se tradujo en una serie de derechazos en que el trapo y los cuernos viajaron en torno de él a la mínima distancia, pero sin tocarse jamás, en un derroche prodigioso de temple, mando y sitio. Luego ocurrió lo mismo, pero por la izquierda, y la gente no cesaba de aullar ¡ooole! y ¡ooole!, ni de proclamarlo ¡torero, torero, torero!
en cada pausa, cuando de repente, como un foco, el toro se apagó.
Macías fue por la espada, con los ojos llenos de lágrimas, conmovido por el delirio que había desatado. Sabía, por supuesto, que su primera obra maestra necesitaba llegar al clímax. Y lo consiguió citando de frente, con una pasmosa serie de manoletinas invertidas, con dedicatoria especial a José Tomás. Acto seguido, se perfiló para la suerte suprema, echó la muleta a los belfos de la res y consumó el milagro de matar recibiendo, pero sin partirle a la bestia el corazón, por lo que el espadazo no fue fulminante.
De todos modos, cuando el toro dobló un larguísimo minuto después, la gente saltó eufórica a exigir las orejas y el rabo, mientras Macías lloraba ya sin pudor ante el aleteo de miles y miles de pañuelos. Pese a las protestas, el juez Miguel Ángel Cardona hizo bien al conceder sólo dos orejas (por los defectos del estoconazo), pero se equivocó al negarle al noble de Xajay el arrastre lento.
Con sus otros dos enemigos, Macías cometió graves errores. Uno, al brindarle la muerte del segundo a un desprestigiado locutor de televisión, que oyó sonoros abucheos, y otro al citar de rodillas al tercero y último de su lote, lo que indignó al público por la falta de respeto hacia el toro y la pérdida de majestad que el desplante suponía, y cuando se llevó una nueva paliza por esta causa la gente perdió interés en él.
A José Tomás todo, por su parte, le salió mal. Le tocaron en suerte los toros más mansos. Se vistió con el terno (amarillo azafrán) más feo que posee. Y jamás conectó con la multitud. No fue su tarde. Era como si no hubiera ido a la corrida, como si no hubiese estado allí...