s aquí donde mi sombra echó raíz, dice. Bajo los altos árboles de apretado plumaje verde, meneados por los saltos de los monos. Donde los ríos son impetuosos, sus músculos fuertes dan envidia de la buena y se antoja nadar en ellos, dice.
Igual estamos de paso en todas partes, algo tan cierto como que el día sucede a la noche que sucede al día que sucede, dice.
El viento que azota estas selvas no tiene fondo, y como es circular tampoco tiene fin, dice.
Las sombras son inconstantes, se mueven, bailan a veces y se desvanecen cuando pasa la luz sobre ellas o las captura una total oscuridad. Como la raíz en ella plantada también se desvanece, es así que podemos seguir andando el camino éste, dice.
Una lluvia fuera de estación, fría y pudridora, cubre la comarca sin ahuyentar la niebla. Invierno siempre es así, dice. Y suena como un extraño fuera de lugar cuando dice: cada pétalo que cae disminuye la primavera.
Disculpe que me ponga sentimental, dice. No lo abrumaré con las cuitas que como cualquiera cargo, descuide. ¿Ya se fijó que la naturaleza nos sugiere pásala bien, no pierdas el tiempo, bebe agua mientras haya? No piense que lo digo por molestar con ideologías de moda. Al contrario, para condimentar la plática, hacer como que discutimos, dice. ¿Le molesta si prendo un cigarro?
Poco más, poco menos, todos vamos a la intemperie. Unos con los pies más mojados, los estómagos más vacíos, los ojos más afilados que otros. Cuando el Gran Mongol invadió el reino, vi a muchos huir, buscar cobijo en las villas al norte del río Amarillo, y encontrarlo. Bienaventurados ellos, y benditos los amigos que los acogieron como familia propia y se concedieron humedecer párpados, comisuras y mejillas al verlos llegar empapados, temblorosos, escurriendo, y abrazarlos, dice.
Escuché que en otras comarcas los fugitivos son menos afortunados. Obligados a permanecer en el monte, viejos y niños perecen de frío y desprotección. Los invasores, las pandillas de bandidos y el mismo ejército del aterrorizado emperador dan alcance a grupos de fugitivos y los masacran en uno o varios asaltos, dice con un súbito hilillo de voz.
Al menos tenemos ahora un poco de vino y pan caliente, dice alzando un vaso de vidrio y nuevamente la voz, reflexivo. En alguna parte debió quedar nuestro ombligo, enterrado, o tirado a la basura, o en el incinerador. Hubiera sido mejor que lo dejaran a los gusanos. La cosa es que vamos echando la raíz donde se puede, como el chayote. La cosa es que nunca estás acá, sino allí, y los aquí cambian contínuamente, lo cual multiplica los allá, las lejanías, los silencios, dice.
El halcón encadenado ve que su domador le abre el cerrojo a su cadena. Ahora puede ir al bosque y dejar un reguero de plumas, pellejos de ratón y sangre. Que es lo que haría el halcón de vivir suelto y salvaje, sin amo ni nombre. Está en su naturaleza, y en la naturaleza. Se llama la batalla de las aves, que es una más entre las batallas en el bosque, usted entiende, dice.
Estoy aquí en la orilla esperando un bote que me lleve río arriba otra vez. No que no me espante la muerte que dicen, sino que qué se le va a hacer. Somos hijos y padres y madres del río, en él vamos y rondamos, y por mucha tristeza que evoque su incansable distancia lo debemos agradecer en todas sus latitudes y riberas con humilde júbilo, dice sin que nadie le pida explicaciones.
Se le quiebra la voz, hace una pausa, carraspea antes de terminar diciendo cuánto le gusta ver su sombra proyectada por la Luna llena, en esta hora en que todos los gatos son pardos, las caras pálidas y los bosques parecen gente. También es la hora en que las serpientes bostezan por todas partes; qué le vamos a hacer, ahí están, de cacería.
¿Habrá agua suficiente cuando llegue la embarcación? Y cuando extiendan las velas, ¿habrá viento? Pues si no, a remar, a cargar el bote para salvar los rápidos y pasar los bancos de piedras. Al fin que los ríos son caminos siempre, aunque cambien, dice.
De día las libélulas pellizcan la superficie del río. Las mariposas hunden la boca en el sexo de las flores. Cómo no celebrarlo. Admito que una deuda de trago o juego me aguarda en cada taberna del trayecto, los riesgos de pillaje son continuos, cualquier cosa puede pasar. Pero esta noche de raíces al aire, agarradas a la roca como una ceiba, bien podemos concedernos una pausa, respirar, dice. La respiración es muy importante, dice. La valora.
Sobre la cabaña de adobe y madera y grandes ventanas inacabadas, donde nos recibe la noche al pie de la siguiente montaña, el viento agita las ramas húmedas. Imantado por la Luna, el río comienza a morder la orilla con exaltación. Ya no tarda mi bote, dice Tu Fu, y hunde la mirada en la abierta tiniebla del caudal que murmura a ciegas con un acompañamiento de sapos roncos y chapulines despiertos, igual que nosotros.