EI último suspiro del Conquistador / XXVII
ver, pues –dijo Evaristo Terré a Andrés, quien se iba sintiendo incómodo por el giro de la plática–. Usted acepta que, en teoría, la información del conjunto de los procesos electroquímicos que constituyen la conciencia se puede copiar de alguna manera.
–Sí –dijo Andrés–. Muy en teoría.
–Y si se tiene la información, entonces es posible replicar esos procesos.
–De manera teoriquísima, sí... –concedió el mexicano–. Pero, antes de eso, no me imagino en qué medio podría caber tal cantidad de información. Ni en una supercomputadora.
–¿Qué tal en una sola molécula?
–Eso es un disparate –brincó Andrés–. Porque para poder generar conciencia, el cerebro tiene que mover billones de moléculas, y además...
–¿Y si tuvieras una molécula muy grandota? –se divertía el colombiano.
–No, no... ¿De qué me estás hablando?
–De una hipermolécula, digamos: una macromolécula con millones y millones de enlaces a la ene potencia.
–Suponte que existiera tal cosa. ¿Cómo copias en ella el pensamiento, los recuerdos, las percepciones?
–El alma se copia sola, hombre. De golpe. Con unicidad. Se ve que usted no ha agarrado en su vida un libro de teología.
–Ay, Evaristo. Estás completamente loco –replicó Andrés, con enfado, y se levantó del asiento.
Obtuvo una carcajada por respuesta.
* * *
Recorría el corazón de la ciudad devastada con aire meditabundo y asomos de náusea cuando el capitán Pedro de Alvarado se le emparejó, cojo y manchado de todas las sustancias del combate reciente, pero feliz. Caminaron unos metros y en un recodo vieron a un mexica herido de muerte que se arrastraba, resoplando, sobre sus propios intestinos expuestos. El de Badajoz tuvo energías para correr hacia él, sacó la espada, y de un mandoble le partió la nuca. El hombre convulsionó un momento y ya no se movió. El Conquistador apartó la vista con desagrado; era evidente que eso no había sido un acto de piedad, sino simple placer de matar. Un poco más adelante se encontraron con Bernal Díaz, quien holgaba sentado en el arranque de la escalinata de un pequeño templo. A lo largo del asedio, Bernal se había dado tiempos para pergeñar anotaciones de lo ocurrido, primero con tinta de carbón de nuez sobre folios de pergamino, y cuando éstos se le hubieron agotado, recurrió a las hojas de amate que usaban los naturales. Como instrumento de escritura prefería el cálamo de los antiguos a la pluma de ganso, y en su vida de soldado el pequeño tintero era tan irrenunciable como la espada, la pica y el yelmo. Estaba absorto en su tarea y no vio a los capitanes. Alvarado, entre risas, espetó:
–Tengo para mí que ese Bernal me hará pasar a los tiempos. Guárdese el amanuense de retratarme cual hideputa.
–Para eso no requeriremos a Bernal, que nosotros mismos nos hemos retratado –dijo, entre dientes, y macerado en remordimientos, el Conquistador.
* * *
“El corcho tiene una particular estructura celular y unas propiedades físicas que lo hacen apropiado para su uso como tapón. Sus características físicas son: ligereza, con un peso específico entre 0,13 y 0,25 g/cm∆; elasticidad; compresibilidad, con gran capacidad de recuperación; adherencia, con un alto coeficiente de fricción; impermeabilidad a los líquidos y los gases; la penetración de oxígeno en una botella tapada con corcho es de 0,1 ml en un año”, decía Wikipedia.
El dato de la penetración de oxígeno la alarmó, y Jacinta hizo un cálculo mental rápido: a un mililitro por década, en un siglo, su frasco habría podido recibir 10 mililitros de oxígeno del exterior; en cuatro siglos y medio (suponiendo que el corcho siguiera trabajando en forma correcta, que la penetración fuese constante y que resultara irrelevante la diferencia de tamaño entre un corcho de botella y el tapón de su frasco) esa cantidad ascendía a 55 milésimas de litro.¿Bastarían para oxidar y descomponer lo que se hubiera encontrado originalmente dentro del recipiente?
Se sintió confundida, agotada y, sobre todo, desesperada por no tener a su lado a un científico exacto. Se dio una vuelta por la sala, observó su frasco y entonces recordó que no había terminado de leer el mensaje que le había impedido dormir la noche anterior, de modo que volvió a la computadora y se enteró de lo siguiente:
“Si a tu frasco ‘le dio la luz’ por años, hay algo que se llama ‘efecto fotodinámico’: la luz provoca reacciones químicas y cambios moleculares en el contenido, incluso a través del vidrio...
“Hay un aparato llamado ‘cromatógrafo de gases’ (CDG), muy utilizado hoy día para identificar y mejorar aromas, bouquets, fragancias, en industrias de vinos, café, perfumes, etcétera; el aparato ‘detecta’ cientos de substancias (moléculas) conocidas y otras no... Las muestras para la identificación son pequeñísimas, del orden de microlitros... Al respecto recuerdo que el ¡doble Premio Nobel! Linus Pauling –inquietísimo– fue de los primeros en someter al ¡aliento humano! al CDG...”
Al pie del mensaje, y a modo de firma, aparecía lo siguiente: “MSM – Científico y anarquista”
* * *
En el local de don Rufina, mientras sus compañeros levantaban el cuerpo de la propietaria, Sánchez Lora se preguntó por un momento si debía compartir su hallazgo con el comandante a cargo de la investigación. En los días recientes, su confianza hacia las autoridades había resultado severamente minada pero su espíritu institucional terminó por imponerse. Fue con el comandante y le dijo:
–Uno de tus muchachos encontró unas fotos. En una de ellas aparece la víctima junto a un sujeto que murió aplastado en la tolvanera del centro. En República del Salvador y Pino Suárez, para ser exactos.
–Nadie murió allí, que yo recuerde –replicó el policía, con súbito interés, y entonces Sánchez Lora sintió cómo la sangre se le agolpaba en la cara: se había delatado a sí mismo.
–Se lo llevaron los federales –murmuró, con la vista clavada en el piso.
–A ver, a ver –terció el comandante con súbita seriedad–: ¿Me explicas eso?
Sánchez Lora no tuvo más salida que narrar a su interlocutor lo que había ocurrido unos días antes en el sitio referido: cómo habían acudido a levantar el cuerpo del desconocido, cómo había llegado una patrulla de la Policía Federal, cómo le habían exigido la entrega del cadáver, cómo lo habían presentado en los noticieros televisivos, horas más tarde, como si fuera el cuerpo del narcotraficante Ernesto Chacón, alias El Chuleta.
–¿Y tú no reportaste el asunto? –se exasperó el comandante cuando hubo escuchado toda la historia–. Esa muerte nos correspondía a nosotros, a la policía capitalina.
–Sí, comandante, pero ya ve usted cómo se las gastan los otros –respondió, avergonzado, el perito forense.
–Ahí hubo varios delitos, Sánchez Lora. Y tú llevas responsabilidades –dijo, frotándose el rostro con las manos, el comandante–. En esto no te puedo tapar.
Ambos permanecieron por un rato en un silencio incómodo, como observando los pedazos de su camaradería rota. En eso apareció uno de los ministerios públicos e ignorando la tensión del momento, se dirigió al comandante:
–Señor, ya determinamos que el día de los hechos por aquí anduvieron dos personas: el presunto homicida, de sexo masculino, y que horas después se presentó una mujer no identificada.
(Continuará)
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