arís es una ciudad decididamente internacional. Los extranjeros son bien acogidos. En la zona donde vivo puede escogerse entre cocinas de los más diversos orígenes del planeta. Facetas de la historia reciente de París encarnan en algunos personajes.
Una de la tarde. Hora del paseo que emprenden los dueños de pequeños restaurantes del barrio para saber si tienen hoy más clientela que los vecinos. Sin duda los establecimientos de lujo también se espían entre ellos: Maxim’s, La Tour d’Argent, Pré Catalan.
Djamel –argelino de estatura baja, pelo canoso de septuagenario, vientre abultado por la comida anterior a la siesta para prepararse a la gira del anochecer– sale de su hotel-restaurante a la calle que recorre a paso lento.
Echa la cabeza atrás para mirar con los párpados entrecerrados el paisaje familiar. ¿No llegó antes de la guerra de Argelia? Después de los años de trabajo duro, viste trajes claros, algo arrugados porque son de lino, y cubre su cabeza con un sombrero panamá, verano o invierno.
Al otro extremo de la calle, un restaurantero que llegó a Francia cuando la retirada de las tropas estadunidenses de Vietnam se prepara a su gira. Perdió una buena posición al exiliarse de su país. Flaco, unas mechas blancas, nervioso, cruza la terraza protegida con cortinas de plástico, saluda a algunos clientes ya sentados a las mesas donde se puede fumar.
Es un personaje conocido en el barrio: posee dos restaurantes, uno de autoservicio que funciona en permanencia, el otro con meseros y manteles de tela, y es propietario de una tienda de productos asiáticos. Se encarga además de negociar con el concejo municipal. Ha obtenido que pongan en la plaza faroles de hierro forjado provenientes de la avenida Champs-Elysées, que cubran el piso de la calle con el más bello adoquín.
Se sospecha que fue arquitecto o urbanista en Vietnam, pues conoce estas materias. Lim, como Djamel, echa la cabeza algo hacia atrás, pero mira con los ojos bien abiertos las fachadas de los edificios, imaginando arreglos que mejoren su situación. Camina con paso rápido, seguro. Observa de reojo los clientes de los otros, hace cuentas, sonríe. A semejanza de Djamel, evita mirar al interior de los dos restaurantes que se sitúan en la mitad de esa calle cercana a Notre-Dame.
Estos establecimientos tienen una clientela habitual. A uno lo frecuenta la colonia libanesa exiliada en Francia. Enfrente, el mejor restaurante tailandés de París tiene una clientela exclusiva y se necesita reservar si se quiere una mesa. Una burguesía holgada, pintores reconocidos, estrellas de cine y otras celebridades saben que el savoir vivre es obligatorio y nadie levantará la mirada sobre el vecino, así sea el presidente de Francia.
Al llegar a la esquina de esa calle, miro la catedral de París, siempre resplandeciente, con o sin sol. Veo a Djamel emprender su excursión ocultando el objetivo de su paseo, con la vista en el suelo. Pero imperceptibles detenciones, parpadeos y reojos me confirman que observa a otros restauranteros, quienes se asoman a sus puertas, lo ven pasar, inclinan la cabeza a guisa de saludo.
Djamel finge no percatarse, enfundado en su traje de lino, con un abrigo que deja abrirse a pesar de la helada. Lim se aproxima, trae un ligero retraso. En general no se cruzan: ambos se conocen bien, saben sus cuentas, consideran al otro un temible competidor. Se admiran en secreto.
Ensimismados, los veo acercarse uno a otro: chocan panza contra vientre. Farfullan, se alejan con rapidez hacia sus lares en busca de sus reinos.
La patrona de un restaurante francés, rubia platino, quien aspira a una clientela chic, cruza la mirada conmigo y sonríe. Cómplice, vio este choque de la guerra fría.
La dueña de un gran café en la plaza, donde sobra la clientela de turistas, una normanda sesentona que no cesa de arreglar las mesas y preguntar a sus clientes si ya les sirvieron, ha puesto un letrero: French Kitchen.