n el contexto de las movilizaciones realizadas ayer, a convocatoria del Sindicato Mexicano de Electricistas (SME), en varios puntos del país ocurrieron enfrentamientos entre elementos de la Policía Federal (PF) e integrantes de ese gremio y su entorno social de apoyo. En el poblado de Juandhó, en Hidalgo, una confrontación entre agentes federales y activistas sindicales dejó al menos tres electricistas heridos; durante el incidente, los uniformados realizaron disparos al aire y quemaron una choza. En tanto, un grupo de integrantes del SME que pretendía colocar una bandera rojinegra en una subestación de Luz y Fuerza del Centro (LFC) ubicada en Bolívar y Fray Servando Teresa de Mier, en el centro de esta capital, fue repelido con gases lacrimógenos por efectivos de la PF. En el hecho, unos 180 bebés y niños que se encontraban en una guardería aledaña tuvieron que ser evacuados por autoridades de Protección Civil y de la policía capitalina.
Los hechos referidos dan cuenta de una convergencia entre la torpeza con que se conducen las corporaciones policiacas del país y una creciente tendencia represiva. Cierto, el Estado, en tanto detentador del monopolio de la fuerza y la violencia legítimas, tiene la facultad de ejercer, por conducto de sus cuerpos policiales, acciones coercitivas en contra de expresiones que pongan en riesgo la gobernabilidad y la seguridad pública. Pero esas condiciones difícilmente pueden encajar en las acciones emprendidas ayer por el SME –sobre todo en el caso de la subestación capitalina, en la que los electricistas despedidos en masa en octubre pasado pretendían, simplemente, colocar banderas de huelga en las instalaciones de LFC– y, en general, en el conjunto de las medidas adoptadas por un movimiento que se ha comportado, en términos generales, de manera pacífica y civilizada, y que ha manifestado en numerosas ocasiones su disposición a buscar la negociación con las autoridades. La ausencia de justificaciones al empleo violento de las fuerzas públicas durante las protestas de ayer exhibe, en el mejor de los casos, un inadmisible error de cálculo de los altos mandos policiales o, en el peor, la profundización del encono mostrado por el gobierno calderonista contra los electricistas.
El episodio ocurrido en el centro de esta capital arroja una perspectiva lamentable para la PF, corporación que desde su creación, en el sexenio antepasado, ha sido presentada por el discurso oficial como un modelo de profesionalismo
, y que tendría, en todo caso, que desempeñarse con conocimiento del entorno en el que actúa, a efecto de provocar las menos afectaciones posibles a los ciudadanos. Si la consigna era disipar la protesta del SME, los elementos de la PF tenían el deber de informarse sobre la cercanía entre el lugar donde se desarrolló el operativo y los centros infantiles referidos: si lo ignoraban, los mandos de esa corporación incurrieron en una falta de preparación inexcusable, que puso en riesgo la integridad física de cientos de menores; y si, por el contrario, actuaron a sabiendas de la proximidad de esas instalaciones, entonces la sociedad tendría sobradas razones para temer y repudiar a la policía.
Sea como fuere, la conducta de los uniformados extiende entre los habitantes una percepción de descuido oficial ante la vida de los ciudadanos comunes. Tal percepción se ha agudizado ante la incapacidad de garantizar la seguridad de la gente en el contexto de la guerra contra la delincuencia organizada
lanzada por el gobierno federal y, en especial, con la tragedia ocurrida hace más de nueve meses en la guardería ABC, de Hermosillo, Sonora, donde 49 niños y niñas murieron durante un incendio que sigue sin ser plenamente esclarecido, y cuyos responsables institucionales y empresariales se han visto beneficiados con una lentitud en la procuración de justicia muy parecida al encubrimiento.