Nelson Mandela no le vienen bien las estatuas. Ahora que se cumplen 20 años de la fecha en que el gobierno de Frederik de Klerk decidió poner fin a su cautiverio de 27 años, ya en la agonía del régimen del apartheid, han instalado una de tamaño enorme, realizada en bronce, en las afueras de la prisión de Drakenstein, cercana a Ciudad del Cabo; allí cumplió la última etapa de su condena tras ser trasladado desde el penal de Robben Island, donde picaba piedras como prisionero número 46664, habitante de una pequeña celda que se ha hecho tan famosa como él.
La estatua recuerda el momento en que salió de la prisión, con el puño en alto, el 11 de febrero de 1990, caminando hacia la libertad, que era a la vez la libertad de todo un pueblo oprimido bajo uno de los sistemas más oprobiosos del siglo XX. El apartheid establecía con todo detalle y lógica jurídica en las leyes el sometimiento de los negros, que eran la inmensa mayoría, bajo el dominio de la minoría de los blancos que habían ejercido su señorío sobre Sudáfrica a lo largo de 300 años.
Demasiado grande Mandela para una estatua, cualquiera que sea su tamaño, grandeza que nace de su humildad que no se deja inmovilizar bajo ninguna pátina dorada. Las estatuas, generalmente huecas como se ve cuando son derribadas, hay que dejárselas a quienes la historia olvidará junto con los monumentos que hicieron levantarse a sí mismos, como, digamos, Robert Mugabe, que aún continúa, ya anciano, aferrado a la presidencia de Zimbabwe, la antigua Rodesia, el país gemelo a Sudáfrica en sus tribulaciones bajo el racismo, ambos con fronteras comunes.
A diferencia de la justicia, a la que se representa con los ojos vendados, la historia mantiene siempre los suyos bien abiertos y no se equivoca en sus juicios a la hora de escoger a quienes de verdad la hacen cambiar de curso, y entonces trasponen las puertas hacia el futuro y se quedan en la memoria colectiva. Humildad, temple, perseverancia, visión de Estado, sentido de la historia, de la reconciliación, del perdón, de la compasión. No es fácil juntar todos estos atributos en una sola persona, y por eso es que los líderes de ese temple son tan raros. ¿Cuántos Nelson Mandela han existido en nuestro tiempo?
Las vidas de Mandela y de Mugabe son paralelas, hasta que en determinado momento se separan abruptamente. Mugabe, preso por diez años en las cárceles de Rodesia, fue aclamado como un héroe nacional durante la lucha armada en contra del régimen racista, al que terminó derrotando en 1980 para crear la república de Zimbabwe y convertirse en el líder del país, primero como primer ministro y luego como presidente por los últimos 30 años tras sucesivas elecciones en las que no han faltado los fraudes electorales. A los 86 años de edad sigue sin querer apartarse del poder, y lejos ya de las hazañas de la lucha de liberación nacional, se sostiene gracias a la represión brutal y a la lealtad de un partido corrupto, y en su haber se halla la destrucción de la economía y el empobrecimiento cada vez mayor de la población.
Nunca he aprendido tanto sobre la historia contemporánea de Zimbabwe, de la lucha antirracista hasta su transformación en un país libre, y cómo todo comienza a descomponerse bajo la corrupción y la incompetencia bajo la mano de Mugabe, que leyendo Risa africana, el estupendo libro de memorias de Doris Lessing, premio Nobel de Literatura, parte de la minoría blanca de ese país, pero contraria a ella. No quiero establecer más paralelos, pero cuánto me recuerda Zimbabwe a Nicaragua.
Igual que Mugabe, Mandela sufrió larga cárcel en castigo por su lucha en contra del régimen racista, porque Sudáfrica y Rodesia eran los dos modelos de supremacía blanca en el continente africano, hasta que tuvo que ser liberado tras una de las luchas populares más heroicas y trascendentes de que el siglo XX tuvo memoria, y fue electo en 1994 el primer presidente negro de su país por un periodo de cinco años. Mandela se encarnó en la conciencia de su pueblo oprimido como un líder natural, el Madiba, más allá de los votos, y pudo haberse quedado en la presidencia todo el tiempo que hubiera querido, hasta hoy mismo, cuando ha llegado a los 92 años de edad, y habría seguido siendo el líder indiscutido del Congreso Nacional Africano, su partido.
Sin embargo, al término de su periodo decidió no quedarse un día más y dio paso a la escogencia de su sucesor, renunciando a la relección y abandonando el poder en la plenitud y de su prestigio mundial. Se apartó con humildad y en su cuenta no hay abusos de poder ni actos de corrupción ni discursos huecos ni bufonadas, sino la visión de un hombre que quiso construir un país democrático y unido, más allá de las fronteras raciales, buscando la reconciliación con la minoría blanca para tener una sola y gran nación. Un estadista verdadero, que basó su sentido del poder en la ética, y en la lealtad a sus principios, el mismo cuando estaba en la cárcel que cuando estaba en el palacio presidencial.
La historia no recordará a Mugabe sino como un tirano corrupto, de los que hay muchos, que frustró un proyecto de nación y falseó la palabra liberación y la palabra revolución en el más abyecto de los sentidos, por mucho que llene las plazas de estatuas suyas y las calles de carteles con su rostro. Mientras tanto Mandela es un símbolo universal de lo que podríamos llamar la santidad en la política.
La más valiosa de las figuras mundiales del siglo XX, una figura ética por sobre todas las cosas, más allá de las estatuas que se alzan en su homenaje, muy a pesar suyo.
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