l lunes pasado la secretaria de Estado, Hillary Clinton, compareció ante el AIPAC (American Israel Public Affairs Committee). Su presencia en la reunión anual del grupo judío de presión más importante de Estados Unidos no hubiera sido noticia de primera plana de no haber sido, primero, porque compartió la cartelera con el primer ministro de Israel, Benjamín Netanyahu, y segundo, porque las relaciones entre Tel Aviv y Washington atraviesan por una etapa turbulenta.
La búsqueda de un acuerdo de paz entre israelíes y palestinos ha sido un tema que ha interesado a sucesivos inquilinos de la Casa Blanca. Algunos, como Jimmy Carter, se involucraron de manera personal en el proceso de paz. Otros, como George W. Bush, sólo promovieron ese proceso en las postrimerías de su mandato presidencial.
Desde el inicio de su gestión el presidente Barack Obama ha tratado de presentar una posición equilibrada en torno a la problemática del Medio Oriente. Tuvo un gesto exitoso hacia el mundo musulmán en un discurso en El Cairo hace un año, pero no ha podido avanzar en el caso de Irán. Tampoco se ha mostrado demasiado equidistante cuando de Israel se trata. En la ONU, por ejemplo, ha mantenido los votos que dejan a Estados Unidos aislado apoyando a Israel. En el caso de los excesos cometidos por el ejército israelí en Gaza en diciembre y enero de 2008-09 se opuso al informe que presentó la comisión encabezada por el jurista Richard Goldstone (un sudafricano judío y sionista).
Por otra parte, Obama ha tratado de encauzar el proceso de paz apoyándose en el llamado cuarteto mediador (ONU, Unión Europea, Rusia y Estados Unidos). Hace 15 días envió al vicepresidente Joe Biden a Israel para lanzar un proceso de pláticas indirectas entre palestinos e israelíes. Reconocido amigo de Israel, Biden (que alguna vez dijo que uno no tenía que ser judío para ser sionista) tuvo que hacer frente a una situación muy incómoda para él y su gobierno. Tras su llegada, las autoridades israelíes anunciaron que construirían mil 600 viviendas más para colonos judíos en Jerusalén oriental, ocupado desde 1967.
Biden se enojó. Obama se enojó. Y Hillary Clinton se enojó. Nentanyahu pidió disculpas a medias y los palestinos retiraron su oferta de entablar pláticas con Israel, por indirectas que sean.
Estados Unidos tiene un interés vital en lograr un Oriente Medio que se incline hacia Washington. Se trata del petróleo. Así se explica en gran parte la invasión a Irak y su actitud tolerante hacia el régimen en Arabia Saudita. Si Israel tuviera petróleo no habría discusión y poco se hablaría de la suerte de los palestinos. En cambio, Israel tiene el AIPAC.
¿Cómo tratar (algunos dirían encarar) a Israel? Es una pregunta que se hacen a menudo los políticos estadunidenses. La respuesta hace 20 años del entonces secretario de Estado, James Baker, fue contundente y la dio en una sesión del AIPAC. Había llegado el momento para que Israel –les dijo– dejara de lado, de una vez por todas, su visión un tanto irreal de un Gran Israel y abandonar su política de anexión y detener su actividad de asentamientos humanos. Baker fue duramente criticado por sus anfitriones y por muchos políticos conservadores en Israel. Hace un año Biden les dijo algo parecido a los integrantes del AIPAC.
Hay un aspecto adicional que merece ser señalado: Estados Unidos tiene poca credibilidad en el Medio Oriente y es difícil que lo acepten como un mediador desinteresado. Es un tema que preocupa al Pentágono. Hace poco el general David Petraeus manifestó a un comité del Senado que en la región del Medio Oriente está creciendo el sentimiento anti Estados Unidos debido a una percepción del favoritismo de Washington hacia Israel. Esto –según Petraeus– complica su tarea en Afganistán e Irak y pone en riesgo vidas estadunidenses. De ahí el discurso de Obama en El Cairo.
Hace décadas que la relación entre Israel y Estados Unidos se ha convertido en un tema político para el electorado estadunidense. El papel del AIPAC explica en gran parte la importancia del tema en el proceso electoral. Un ejemplo: en 1976 Patrick Daniel Moynihan consiguió un escaño de senador por el estado de Nueva York en parte debido al apoyo que recibió de los electores judíos que le reconocieron su defensa de Israel cuando fue embajador ante la ONU. Dejó el Senado en 2000 y su escaño lo ocupó Hillary Clinton. Para lograrlo, la entonces primera dama tuvo que modificar su entusiasta apoyo por un Estado palestino independiente. Cambió su canción y llegó al Senado.
Criticar a Israel (o defender a los palestinos) tiene su costo político dentro y fuera de Estados Unidos. No son pocos los israelíes que han optado por dejar su país ante la política de expansión territorial a ultranza. Peor aún es la tendencia de muchos judíos de tildar a cualquier crítico del Estado israelí de antisemita. Recuerdo el caso de Peter Hansen, un amigo danés y funcionario de la ONU durante tres décadas. En 1996 fue designado por el secretario general Boutros Boutro-Ghali para encabezar el organismo encargado de velar por el bienestar de los palestinos (UNRWA). En 2005 fue despedido de su cargo por Kofi Annan a petición de Washington y Tel Aviv. ¿Su pecado? Se atrevió a criticar algunos de los excesos de Israel hacia la población palestina. Dijeron que era antijudío.
El pasado domingo el presidente Obama logró que el Congreso aprobara una reforma al sistema de salud de su país. Fue un éxito histórico. Ahora tendrá que buscar resultados en otros campos como el desempleo, el medio ambiente, la reforma migratoria, el desarme nuclear, el proceso de paz en el Medio Oriente y, como se hizo patente en días pasados, la seguridad de su frontera sur.