e atrevo a sugerir a los directivos del Festival del Centro Histórico en la Ciudad de México que para su siguiente edición procuren ser más atentos con los críticos de las diferentes disciplinas artísticas. No puedo saber si esto ocurrió a mis colegas, pero en lo que a mí respecta pude enterarme de calendario, horarios y demás de las escenificaciones porque a otras instituciones y a algunos creadores les interesa las opiniones más o menos informadas, más o menos fundamentadas de la crítica especializada, por lo que recibí, y aquí agradezco, las invitaciones por parte de ellos que el Festival omitió dirigirme.
Dada mi manifiesta ignorancia a lo que música y ópera se refiere, trataré de hablar de Únicamente la verdad desde un punto escénico para no meterme en las honduras que me delaten. Los que saben opinan que la música de Gabriela Ortiz es excelente al dar a temas populares y reconocibles otra dimensión, lo que a mi parecer no ocurre con el libreto de Rubén Ortiz Torres que produce un rompecabezas con muchos elementos de la subcultura fronteriza, lo que lo hace interesante, pero que en su afán de dar una realidad reconocible a las diferentes versiones sobre Camelia la Tejana se basa en entrevistas, lo que produce un lenguaje muy chato y con muy pocas virtudes literarias sin ninguna relaboración por su parte.
La muy eficaz escenografía diseñada por Gloria Carrasco es parte del buen éxito escénico. Tres pasillos superiores y una estructura a los lados forman un supuesto cubo que contiene en su parte baja el foso de la orquesta y en lo alto un puente movedizo que recuerda la frontera con Estados Unidos, complementado todo por videos y proyecciones. En esta estructura Mario Espinosa dirige con gran ritmo, a veces calmo, a veces vertiginoso, que no elude crueles realidades de la castigada Ciudad Juárez (y de muchas otras ciudades de nuestra geografía) como el rapto de una reina de belleza, balaceras y decapitados, además de corretizas entre unos narcos y otros, encarnados por los miembros de un coro que en manos del director cobran relieve como elementos de una acción escénica que es muy apreciada por un público mayoritariamente juvenil que reconoció tema, música y montaje como algo cercano a su interés.
Por su parte, La máquina de Teatro que dirigen Juliana Faesler –coautora, escenógrafa e iluminadora, además de presencia silenciosa en la escena– y la actriz Clarissa Malheiros terminan con Malinche, Malinches la trilogía mexicana que acerca a figuras del pasado prehispánico al México contemporáneo. En esta ocasión, Juliana y su grupo recurren a varias fuentes históricas y a los textos que amigas y conocidas les mandaron, a petición expresa, acerca de su experiencia, por lo que la recuperación de la figura de Marina (a quien se niegan a llamar traidora e incluso se preguntan por qué nuestro imaginario colectivo no tacha de traicioneras a personajes como Isabel Moctezuma, hija del emperador ultimado y casada con un conquistador) se empalma con alegatos antimachistas. Muy gracioso el de Cortés tumbado en el sofá mientras Malinche contesta el teléfono que suena como cuerno azteca.
La escenografía de Juliana Faesler recuerda en su parte posterior a los edificios de Tlatelolco y se va transformando en un basurero, un tianguis y, sobre todo, en una estancia de algún departamento de la unidad habitacional, antes de convertirse en el maizal en que termina la representación.Clarissa Malheiros, Diana Fidelia, Natyeli Flores, Roldán Ramírez y Horacio García Rojas, todas y todos en traje de hombre, de saco y corbata, que contrasta con los parlamentos de las mujeres antiguas y contemporáneas que van acortando las distancias entre los tiempos. La directora tiene aciertos muy sutiles, como es colocar el busto con casco, el caballito de juguete y el cofre en un extremo del escenario para sugerir el mundo hispano del conquistador, el que será después reconocible cuando el actor que lo representa se quita el saco y lo voltea, transformado en una especie de peto y se coloca el yelmo. La música de Liliana Felipe complementa esta escenificación.