Opinión
Ver día anteriorJueves 25 de marzo de 2010Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Las grandes viajeras
U

n amigo querido recibió una herencia de manera insospechada. Entre los objetos se encontraba un libro primorosamente encuadernado, publicado en Francia en 1894 por la Librairie Hachette; su autora, una desconocida (por lo menos para mí, no la encontré en el Google), llamada Marie Dronsart; se intitula Las grandes viajeras y el texto va ilustrado con 99 grabados (¿por qué sólo 99 y no cien? ¿Cifra cabalística?). Y como remate, esa porción de la herencia es mía, empaquetada como regalo. ¿Por qué?, pregunto con falsa ingenuidad. Bueno, porque yo también soy una viajera, ¿una gran viajera? Lo dudo y con todo lo abro y leo la primera página, repleta de dedicatorias. La primera escrita con una caligrafía exquisita y francesa dice: “Este libro fue ofrecido a Colette Heurtaud en 1917, el día en que cumplió sus nueve años…” Se abre otra interrogación. La otra especifica, este libro lo compré en Honfleur, en septiembre de 1980, y lo firma Peggy Porteau, la amiga que le dejó a mi amigo Alejandro Gómez de Tuddo una herencia de la cual me ha tocado en suerte este tesoro y quien, Alejandro, ni corto ni perezoso, también me lo dedica en ocasión de mi octogésimo cumpleaños. ¿Coincidencia?

El prólogo se inicia con una frase de Vauvenargues: El universo es un libro del que apenas se ha leído la primera página si sólo se conoce el propio país. Y si la frase es o fue cierta serán los hombres los seres más instruidos, pues a ellos les ha sido dado con mayor frecuencia que a las las mujeres el privilegio de viajar.

La señora Dronsart ha logrado sin embargo reunir una serie de relatos de viajeras que recorrieron el mundo en condiciones muy difíciles y que después de hacerlo relataron sus aventuras o, si no lo hicieron, otros se encargaron de hacérnoslas llegar.

Dronsart hace un recuento y descubre –cosa por lo demás bien sabida– que el mayor número de viajeras se encuentra entre las inglesas, a pesar de que muchas de ellas vivían bajo el yugo de la moral victoriana. Destacan dos: la señora Livingstone y lady Baker, quienes no dejaron ninguna traza escrita y pasaron a la historia como acompañantes abnegadas de sus famosos maridos.

El primero, un misionero cuya primera intención fue convertir al cristianismo a los nativos de las costas de Mozambique. Su mujer murió allí, en 1862, y reposa, agrega Dronsart, en Supanga, a las orillas de un río y bajo la sombra de un gigantesco baobab; algunas piedras y una simple cruz marcan la sepultura de la heroica acompañante del misionero.

Lady Baker acompañó a su marido Samuel Baker en sus expediciones también al África. Este científico descubrió la fuente del río Nilo y se lanzó contra los mercaderes de esclavos que sojuzgaban desde tiempo inmemorial a los habitantes de la región.

De su esposa decía Baker que era tan joven cuando hicieron su primer viaje que la edad madura no iba nunca a aparecer en su horizonte y que, además, gracias a los consejos de su mujer la expedición pudo realizarse después de negociaciones difíciles que ella había entablado. Y agrega, dato que me apasiona, que “su larga cabellera rubia provocaba en los negros salvajes una admiración supersticiosa y por lo mismo útil”.

También ella estuvo a punto de morir de insolación en ese continente –¿cómo no morir de insolación si su cabellera era tan rubia?–, vivió en estado de coma durante tres días, siete con delirio cerebral, como única medicina el agua, y tuvo que ser transportada en litera a través de selvas y pantanos. “Pudo salvarse –agrega piadosamente Dronsart–, gracias a la voluntad divina.”

¿Cómo ensalzar los viajes de las mujeres que hoy se aventuran por el mundo provistas de las comodidades más modernas, viajando en aviones seguros (¿?), alojándose en hoteles de cinco estrellas, bebiendo agua potable higiénicamente embotellada y gozando de los jardines y las piscinas construidas para su asueto en medio de comarcas asoladas como algunas en la India y aún más en África?