a avanzada del sistema establecido, su mero aparato desmovilizador de opiniones y conciencias, ha vuelto a las Cámaras para agrandar sus ya de por sí indebidos privilegios. Los medios de comunicación electrónica reviven la intentona de remozar algunos cambios legales que la fallida ley Televisa pareció garantizarles hace relativamente poco tiempo. La búsqueda de subterfugios al sopetón dado por la Suprema Corte de Justicia (SCJN) ha sido constante y, en muchos sentidos, avasalladora para la resistencia de los ralos núcleos de legisladores independientes. La soberbia prepotencia, siempre presente como divisa distintiva de los agentes y dueños de los medios masivos, ve en la organización ciudadana que los confronta un peligro para sus afanes de control, estelaridad y pingües negocios.
El conocido modus operandi televiso se hizo notorio: envió a su abogado en jefe a supervisar que los trabajos en la comisión respectiva del Senado correspondieran con sus designios. La cargada de influencias volvió por añorados fueros y, sin dilaciones mayores, se aprobó un renovado esperpento, similar al anterior, pero que intenta esquivar los molestos dictámenes emitidos por la SCJN.
Esta vez los santones de los medios tenían un acicate adicional para sus prisas. En la Cámara de Diputados se había presentado una iniciativa tachada de inoperante y peligrosa por las altas esferas del poder. En esta tentativa de los diputados, que contempla mayores elementos de juicio y aspectos no sólo de los medios, sino de telecomunicaciones, se recoge mucho del esfuerzo, las posturas y acendrados anhelos de amplios grupos sociales, académicos y políticos expresados por años en discusiones y agrias disputas.
A todo este mazacote de sucesos se le tiene que añadir un reciente decreto presidencial que trastocó el escenario de las elites y aceleró algunas discordancias entre ellas. El señor Calderón decidió ensanchar las funciones de la Secretaría de Gobernación añadiéndole un factible diseño operativo en medios audiovisuales. Una pretensión por demás fútil, como tantas más de sus reformas estructurales recocinadas para que sólo floten en el etéreo reducto de los desplantes irresponsables. El envoltorio no expreso, menos aún revelado, de todo este ir y venir entre políticos, traficantes de influencia y negociantes, apunta hacia la venidera sucesión de 2012. Cada grupito que secunda las aspiraciones de alguien, cada facción de partido afiliado a una u otra causa o candidatura en ciernes, desea su tajada mediática para soportar pretensiones futuras.
En este batidillo de ambiciones y desplantes de variada índole, se incluyen los tejemanejes del señor Calderón para asegurarse una cuota mayor de espacios difusivos con el propósito, siempre presente en su inseguro y tambaleante ánimo, de posicionarse como figura estelar. Pretende seguir lanzando sus decálogos, descalificaciones y ensoñaciones cada vez que se siente acorralado o ninguneado por los poderosos. Pero también quiere asegurar un lugar preferente para quien escogerá como su sucesor. Sabe que los grupos de presión, los meros capitostes, ya han tomado su decisión. El adalid de sus macrointereses es, al menos por ahora, Enrique Peña Nieto, el joven de la encopetada figura y la angelical compañía. Es por eso que una televisora y sus adláteres lo han promovido sin recato.
En el mero fondo de tan elitista pleito de trincheras una realidad asoma más allá de tan reducidas visiones y tapujos: la continuada lucha de un segmento creciente de la sociedad mexicana para restituirle validez a sus aspiraciones de un mundo mejor y más justo. Quieren los ciudadanos ser actores del quehacer colectivo y no un escuálido referente discursivo entonado por los flautistas del poder. Se saben portadores de necesidades imperiosas, de anhelos y temores con los que fechar y dar contenido al origen y el destino de los asuntos que se dirimen en las altas esferas del poder; es decir, se van haciendo presentes, una y mil veces, hasta cambiar el rostro y las entrañas del gobierno y del sistema de dominación que lo aprisiona. Esta aspiración, ya secular y penosa, pasa por diversos pasajes. La apertura de agendas para que se incluyan los tópicos que a la ciudadanía interesan es uno. La pluralidad de voces que ahora usufructúa el manojo de opinadores bajo consigna también cuenta. Y, quizá el determinante, por distintas formas de posesión de los medios masivos, ahora en manos de una sola clase de empresarios derechistas a ultranza.
En este rejuego de propuestas y oposiciones, los mexicanos se hermanan con otras sociedades del subcontinente. En Argentina, por ejemplo, lograron ensamblar una masiva movilización en apoyo de la reciente Ley de Medios recién aprobada. La sienten suya por voluntad y diseño propio, labrado, como aquí, durante penosos años de trabajos y rebeldías. Pero el ensamblaje conservador de la derecha en la comunicación electrónica se extiende por gran parte de Latinoamérica y responde, con sólido espíritu de cuerpo, a lo que identifican como ataques a su libertad de expresión. Frente a este trabuco, los afanes democráticos colectivos han chocado de frente y, en repetidas ocasiones, han sido derrotados.
En México, el sistema establecido ha roto, una y otra vez en tiempos recientes, las tentativas democratizadoras que ha lanzado una izquierda enraizada en el pulso ciudadano. Tal sistema ha conculcado y trastocado el espíritu y hasta la letra legal de la democracia en su marcha hacia la normalidad.
Y en ese núcleo descompuesto de ambiciones y privilegios surge, traslúcido e identificable, el mayor obstáculo para continuar la transición que México emprendió hace ya mucho tiempo. La derecha y su sistema se niegan a reconocer, con férrea necedad, la voluntad ciudadana, ya sea que se exprese en las urnas o cuando solicita cambios en el modelo de gobierno y en el aparato de comunicación.
No sobra develar el horizonte de liberación que se ha entrevisto. Parte, en su base primigenia, de la confianza en la energía, la inventiva y la sabiduría del pueblo. Con él y para él se deben plantear las salidas. Lo demás son pleitos entre poderosos momentáneos que a duras penas atajan la ya indetenible irrupción de la modernidad, esta vez de sello popular.