n el Coloquio Internacional contra la Trata de Personas, inaugurado ayer en esta capital –con el telón de fondo de las recientes muertes de civiles atribuibles a las fuerzas públicas y el combate ocurrido en Acapulco en medio de un grupo de personas inocentes–, el secretario de Gobernación, Fernando Gómez Mont, exculpó al gobierno del que forma parte, y a las autoridades en general, de generar la violencia, fenómeno que atribuyó a la indolencia, la hipocresía y el silencio
. El funcionario exhortó a todos
a tomar conciencia de la violencia implícita que prevalece en los sistemas sociales, económicos y políticos, y se refirió a la necesidad de construir, gobierno y sociedad, los antídotos para esa violencia: el monopolio legal para proteger a las gentes y una cultura de respeto al humano
.
Tales señalamientos son desafortunados y equívocos. El terreno en el que se desarrollan los cruentos enfrentamientos que hoy padece el país no ha sido abonado por la sociedad ni por la indolencia, la hipocresía y el silencio
en abstracto, sino por una arraigada tendencia de las autoridades de todos los niveles a violentar los marcos legales, a tolerar la corrupción y establecer pactos implícitos de convivencia o cuando menos de tolerancia hacia actividades y organizaciones delictivas.
Tales actitudes no se refieren únicamente al narcotráfico, sino también a modalidades más elegantes de la delincuencia, como la evasión de impuestos, el lavado de dinero, el trasiego ilícito de contratos con el sector público, el tráfico de influencias, la desviación de recursos públicos, la impunidad para los excesos represivos perpetrados por autoridades municipales, estatales y federales o el doble rasero clasista en la procuración de justicia, en virtud del cual, por ejemplo, ningún alto responsable de la tragedia de la guardería ABC ha sido, a casi un año de ocurrida, sancionado conforme a derecho.
La sociedad mexicana no es responsable, sino víctima de esa violencia implícita
en el modelo económico neoliberal. En este punto no cabe llamarse a sorpresa: hace décadas que diversos sectores políticos, académicos y sociales han venido alertando sobre las consecuencias terribles e inevitables que habría de traer el empecinamiento en ese modelo, por cuanto la generación regular y sistemática de pobreza, la concentración de la riqueza nacional en unas cuantas manos y el abandono de los sistemas públicos de salud, educación, vivienda y alimentación, acabarían por ensanchar los márgenes de acción de las organizaciones criminales.
Por otra parte, y sin sugerir que los grupos delictivos deban ser tolerados, es innegable que la actual administración ha realizado, desde sus inicios, una insistente apología de los métodos violentos, así sean aquellos sobre los que el Estado ejerce un monopolio legítimo: mediante la exhibición reiterada de armas de guerra en las calles, por medio de agresivos espots televisivos y radiales, y con la insistencia en llamar guerra
a algo que, en rigor, no tenía por qué serlo, pues habría debido encararse mediante una tarea educativa, de salud, de programas de empleo, de saneamiento, moralización, prevención e inteligencia policial y, sólo en última instancia, de forma excepcional, con el recurso de la fuerza armada.
El combate ocurrido la tarde del miércoles en una transitada calle de Acapulco es ilustrativo de las consecuencias de este enfoque equivocado: si bien era imprevisible que los criminales emprenderían, sin ningún escrúpulo, una balacera en medio de un nutrido grupo de personas inocentes, las fuerzas del orden tendrían que haber actuado en forma más cuidadosa y contenida para evitar bajas entre los no involucrados.
En suma, lo que Gómez Mont llamó cultura de respeto al humano
tendría que empezar en el manejo de la economía, en una administración eficiente e imparcial –no facciosa– de la procuración de justicia, y en una comprensión integral de los fenómenos delictivos y de la violencia en la que han sumido al país, es decir, en una rectificación profunda y autocrítica de las estrategias seguidas hasta ahora por la administración calderonista.