más de tres años de que inició la guerra contra el narcotráfico
del gobierno federal, y a contrapelo del empeño gubernamental por minimizar sistemáticamente los efectos negativos de esa cruzada, hoy es claro que la violencia ha invadido los entornos más inmediatos y fundamentales de la sociedad, y se ha erigido en lastre indeseable para el desarrollo de la vida cotidiana en distintos puntos del país. Son significativos, a ese respecto, la decisión de sellar la costera Miguel Alemán en el puerto de Acapulco, luego de la balacera registrada en ese puerto el pasado jueves, o el temor generalizado que se suscitó en Cuernavaca, Morelos –entidad en donde se han registrado 47 asesinatos en lo que del año, 37 de ellos desde el pasado 30 de marzo–, luego de la advertencia de presuntos grupos delictivos de establecer un toque de queda
y efectuar tiroteos en esa ciudad, que lució desierta durante las noches de este fin de semana.
El pasado viernes, ante empresarios del ramo turístico, el titular del Ejecutivo federal, Felipe Calderón Hinojosa, dijo que más de 90 por ciento de las muertes atribuidas a la guerra contra el narcotráfico obedecen precisamente a la lucha de unos cárteles contra otros
, y que las de civiles inocentes son realmente las menos
. Tales señalamientos son equívocos e inaceptables, en primer lugar, porque revelan una insensibilidad mayúscula por la pérdida de vidas inocentes; exhiben la ausencia de un compromiso explícito por evitar las muertes en la ciudadanía, y refuerzan la percepción de que, para el gobierno federal, la muerte de los infractores de la ley y de civiles inocentes, así como el quebranto del estado de derecho por parte de quienes debieran resguardarlo, están justificados, o bien son efectos colaterales
inevitables, ante el propósito supremo de restaurar la seguridad pública.
Pero además, la minimización presidencial referida es insostenible, pues soslaya que las afectaciones a la población civil en el contexto de esta guerra cruenta y confusa no se limitan a los episodios de víctimas mortales ajenas a las confrontaciones entre efectivos gubernamentales y presuntos criminales, si bien estos casos son los más trágicos y dolorosos: la estrategia gubernamental de combate al narco se ha traducido, también, en sentimiento generalizado de temor y zozobra –y no solamente ante el accionar de los grupos de delincuentes, sino también ante los abusos de las fuerzas del Estado–; en un empeoramiento en la calidad de vida de amplias franjas de la población; en dificultades adicionales para el desempeño de actividades diarias, y en el deterioro de la economía en distintos puntos del país.
En suma, y contrario a lo que se desprende de lo dicho por Calderón, ha sido la población civil, y no las organizaciones de criminales –las cuales, por lo demás, no muestran merma en su capacidad económica, de fuego y de corrupción– la que ha cargado con el mayor costo de la guerra
emprendida por el gobierno. Hoy, la administración calderonista tendría que reconocer que su estrategia contra la delincuencia debe ser revisada y rectificada en forma profunda y autocrítica.