Lunes 19 de abril de 2010, p. 3
A las cuatro de la tarde, como cada día 28 de mes, en la iglesia de San Hipólito los miles de fieles de San Judas Tadeo caminan con dificultad para acercarse al atrio a escuchar misa. Se amontonan con quienes ya vienen de oír el sermón de una hora antes. Unos y otros llevan a San Juditas.
El santo está ahí en todas las representaciones imaginables y al tamaño del ruego, encargo, fe y favor que se le reclaman porque si no, para qué vinieron aquí.
A unos metros del templo, invisibles para la sociedad y el gobierno, decenas de chemos sin plegarias ni rezos audibles se someten al único y mecánico gesto de llevarse la mona a la nariz.
Es la plaza de San Fernando. En las bancas que circundan su fuente, tumbados en el piso o recargados en el pedestal del monumento a Francisco Zarco, jóvenes sin mirada, ajenos a cualquier presente y apenas aferrados a la ilusión adormecedora del tíner o el Resistol, se congregan sólo para compartir ese territorio conquistado a base de abandono.
Desde temprano, la policía capitalina se despliega fuera de las rejas que delimitan el espacio para que la muchedumbre católica no invada la avenida Reforma y complique aún más el tránsito de vehículos. Para eso han sido enviados.
Ésa es su misión. Los chemos no forman parte de su pliego de consignas.
La gente que pasa por la plaza les saca la vuelta. Apenas son bultos o estorbos que alguien dejó ahí por descuido. Porque en medio de esa multitud, los chemos son solos y de ellos mismos.
Pero los ven y saben que la mayoría son menores de edad, que consumir sustancias inhalables o cualquier droga es un delito. Tampoco desconocen la existencia, en ese mismo sitio, de todo un mercado apenas disimulado de venta de tíner en pequeñas botellas de plástico, y que incluso también se vende y fuma mariguana. Y no hacen nada.
Sin embargo, cualquier rápida mirada a los jóvenes que buscan esa suerte de aislada convivencia se percata de que no todos son, ni con mucho, aquellos que la terminología oficial llama en situación de calle, a los cuales considera casos sin remedio y para los que prácticamente no genera ninguna respuesta.
Porque ese día también, como cada 28 de mes, había muchos otros que alegres, acicalados y en sintonía con su moda vinieron a pedir favores a San Juditas y, una vez cumplida su plegaria, salieron en grupos mixtos de tres o cuatro a lo sumo a proveerse de activo.
Por una moneda de cinco pesos recibían, sin bronca y de otros chemos, una dosis que de inmediato inhalaban con avidez compartiendo el envase de plástico mientras se acomodaban en las bancas de la plazoleta para preparar su mona individual.
Otros chavos iguales a ellos ya les habían tomado ventaja en la maniobra y vivían su personal alucine. Y muchos de éstos eran niños.