l caos aéreo en Europa causado por una nube de cenizas de 6 a 10 kilómetros de altura de la erupción volcánica en el glaciar islandés de Eyjafjalla es un fenómeno sísmico y económico vinculado al calentamiento global. También es un llamado de atención a los ominosos impactos en la biosfera de una guerra nuclear. Los registros geológicos e históricos son vitales para evaluar la frecuencia y magnitud de estos eventos y para elaborar y calibrar modelos de computación sobre el uso del arsenal nuclear.
Por ejemplo la erupción del volcán islandés Laki de 1783 lanzó a la estratosfera (entre 12 y 50 kilómetros) tal cantidad de dióxido de azufre que causó frío, oscuridad y sequía al producir gotas de ácido sulfúrico que bloquearon la luz solar, afectando fotosíntesis y cosechas, generando sequía y hambrunas en Francia y Japón y drásticos descensos de temperatura en India. El Misisipí se congeló y se señala que el malestar social en Francia por la ruina de la agricultura y la hambruna es parte del proceso que desembocó en la revolución de 1789. Laki generó trastornos globales y la experiencia se repite: por ejemplo, a 1816 se le conoce como el año sin verano
: la temperatura mundial se desplomó luego de estallar un año antes el Monte Tambora en Indonesia. Se bloqueó la luz solar y en el noreste de EU nevó en junio y cayó granizo todo el año.
La erupción en Eyjafjalla es significativa ya que según geólogos como Patrick Wu, de la Universidad de Alberta, Canadá, el calentamiento global está incidiendo en la lucha constante, histórica, entre el hielo y la actividad volcánica. Bill McGuire, del University College de Londres, profesor de riesgos geológicos, había advertido sobre la posibilidad de que Islandia convierta al mundo en un infierno porque el equilibrio entre el empuje del magma y la presión del hielo está siendo afectado por el cambio climático: en los últimos 40 años se derritió 5 por ciento de los glaciares.
A más de inquirir sobre los efectos del deshielo en la actividad volcánica, debemos reconocer que la cantidad de ceniza que en cuatro días canceló 63 mil vuelos es sólo una pequeña muestra de lo que ocurriría en una guerra nuclear. Por 25 años se han elaborado estudios para determinar los efectos de largo plazo sobre el medio ambiente si en un conflicto fuese usado el arsenal nuclear de Estados Unidos y Rusia. Tal suceso acabaría con la humanidad: experimentos en las poderosas computadoras de la NASA mostraron que aún un primer ataque exitoso
de Estados Unidos o de Rusia (es decir, sin que uno u otro pueda responder) ocasionaría una catástrofe mundial que aniquilaría la agricultura y la civilización. Así lo indican Alan Robock y Brian Toon (Scientific American, enero 2010) entre los principales expertos en el impacto climático de una guerra nuclear y advierten que aún una guerra regional
entre India y Paquistán, en la que se usaran 100 bombas de 15 kilotones sobre sus megalópolis (el 0.4 por ciento de las 25 mil ojivas en los arsenales del mundo) además de 20 millones de bajas por la explosión, los incendios y la radiación, lanzaría a la estratosfera suficiente hollín que se diseminaría por el globo en 10 días con permanencia ahí de una década, bloqueando la luz solar y calentando la estratosfera causando una destrucción masiva del ozono. Por el colapso agrícola, en países sin autosuficiencia alimentaria ¡las bajas por hambruna ascenderían a mil millones!
Quienes creen que con el fin de la guerra fría aminoró el riesgo de guerra nuclear, mejor revisen su optimismo: vivimos en tiempos del peak oil, en medio de dos guerras donde está más de 60 por ciento de la reserva mundial de petróleo convencional; después de firmado START, Estados Unidos persiste en peligrosos despliegues anti-balísticos en las narices de Rusia; amenaza a Teherán; e Israel, con 80 ojivas nucleares, afina un ataque contra Irán, con alto riesgo de intensificación bélica. El caos y desgaste humano y económico de la semana pasada es muestra infinitesimal de un invierno
nuclear.
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