n Calcuta, en un barrio muy popular, en una esquina, cerca del templo de la diosa Kali, un hospital fundado por la madre Teresa, edificio de estilo inglés cuyo portón ostenta un letrero que corrobora su carácter. Nuestros guías, jóvenes universitarios, conocen bien el barrio y pueden protegernos de encuentros desagradables
; aceptan entrar con nosotras, pero una monja albanesa les prohíbe el paso y los trata como si fueran malvivientes, a pesar de que un sacerdote, vestido como para ir a un safari, los saluda con cariño. Furiosos, deben permanecer en la calle: profesan el hinduismo; uno de ellos pertenece a la casta de los brahamanes, es gentil y sus ojos, de un verde intenso, son bellísimos.
La albanesa nos conduce a la primera sala, donde se alojan los enfermos mentales, revueltos los niños, los jóvenes y los viejos: gesticulan, gritan o permanecen alelados; la segunda es sólo para mujeres y tiene desniveles: en el más alto, las desahuciadas; junto a una cama, un sacerdote administra los santos óleos; una agraciada joven española que pasa dos semanas en el hospital todos los años y trabaja en un banco en Madrid nos explica que se trata de una mujer a quien su marido le ha echado ácido en el cuerpo y en la cara. Este tipo de accidentes –si así pueden llamárseles, eufemismo que me recuerda la expresión daños colaterales
con que en México se explica oficialmente la muerte de civiles en la guerra contra el narcotráfico– son muy corrientes en la India y en otros países del cercano y lejano oriente, aunque en Europa y otros países desarrollados tampoco se cantan mal las rancheras.
Me viene de inmediato a la mente el caso de Chahrazade Belayni, joven marroquí de 21 años, a quien su novio, un paquistaní, le arrojó gasolina y le prendió fuego; procesado luego en París, donde ambos vivían, fue condenado a 20 años de prisión. Para ella, este atentado es simbólico, refleja la continua violencia que sufren las jóvenes musulmanas o indias en los suburbios franceses. Otro caso, entre los habituales, el de una joven de 17 años, Sohane Benziane, quemada viva por su novio en Vitry-sur Seine. Chahrazade Belayni sobrevivió a sus quemaduras; después de varias operaciones para restaurarle 60 por ciento de la piel, ha quedado traumada para siempre tanto física como sicológicamente.
La justicia no actúa por lo general así en la India; las mujeres, desprotegidas por la costumbre, son a menudo lesionadas gravemente o muertas por sus esposos y sus familias sin que se les castigue: se trata de crímenes de honor o de rencillas por la dote.
Salimos del hospital muy conmovidas. Cerca está el templo de la diosa, en la calle los numerosos vendedores ofrecen reliquias, estatuillas y máscaras de la divinidad negra que se representa con la lengua de fuera y un collar de cráneos humanos; venden asimismo figuras diminutas de metal con diversos dioses de la religión hinduísta; al lado los atuendos con que se les puede ataviar como si fuesen barbies, no para jugar sino para venerarlos y colocarlos en un altar doméstico.
Hay golosinas y comida también. Nuestros amigos compran dulces, nos los ofrecen, yo tomo uno y me lo pongo en la boca, es una especie de mazapán; Myriam me mira aterrada, me hace señas de que lo tire: uno de los jóvenes invitados a la feria del libro y que comía todo lo que se encontraba en la calle tuvo que ser transportado a un hospital y regresar a México de urgencia. El dulce se me atora en la boca, trago saliva y un poco de esa materia pegajosa se me pega a los dientes, me adelanto un poco y escupo, tratando de evitar que nuestros hospitalarios amigos lo adviertan y se ofendan.
Montones de basura impiden avanzar rápido, cerca de uno de ellos, sentado en el suelo, un joven de alrededor de 15 años juega con una niñita de bellos ojos negros vestida con un traje de lentejuelas. Los mendigos nos acosan cerrándonos el camino; son los tullidos, los leprosos, los ciegos, los llagados, los parias, los intocables.