or unanimidad, la primera sala de la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) ordenó ayer la liberación inmediata de Alberta Alcántara Juan y Teresa González Cornelio, indígenas otomíes apresadas el 5 de agosto de 2006 y condenadas a 21 años de prisión, luego de que la Procuraduría General de la República las acusó de haber secuestrado –junto con Jacinta Francisco Marcial, excarcelada en septiembre pasado– a seis efectivos de la extinta Agencia Federal de Investigación en la comunidad de Santiago Mexquititlán, Querétaro. Alcántara Juan y González Cornelio fueron puestas en libertad ayer mismo.
La resolución emitida por la Corte resulta positiva y saludable por cuanto rectifica un atropello cometido por el Estado mexicano en contra de dos mujeres indígenas y pobres, y porque, en alguna medida, reivindica al máximo órgano de justicia del país, inmerso en una desconfianza generalizada a consecuencia de un historial de fallos impresentables y vergonzosos: la exculpación del gobernador de Puebla, Mario Marín –pese a su participación inocultable en una conjura contra la periodista Lydia Cacho–; la liberación de involucrados en la masacre de Acteal; la aprobación del sistema vigente de pensiones del ISSSTE –que implicó regalar a las instituciones bancarias un negocio millonario con el dinero de los trabajadores del Estado–, entre otros hechos que colocaron al máximo tribunal, a ojos de la opinión pública, como instancia al servicio de los intereses del grupo político-empresarial que detenta el poder en el país.
La contundencia del fallo emitido ayer por la SCJN es indicativa del calado de la injusticia que padecieron las indígenas otomíes desde agosto de 2006: al carácter absurdo e inverosímil de la acusaciones que se fincaron en su contra, y que prosperaron a contrapelo de las evidencias disponibles y de la lógica más elemental, deben sumarse las graves irregularidades
procesales que ambas padecieron, como la ausencia de un traductor durante sus declaraciones ministeriales, la fabricación de testimonios y el empleo de pruebas ilícitas por la PGR, así como las constantes contradicciones en que incurrieron los agentes supuestamente secuestrados.
El empecinamiento de las autoridades federales en mantenerlas durante todo este tiempo en prisión –una circunstancia que podría ser equiparada a un secuestro de Estado– refleja, por lo demás, un extravío exasperante de los aparatos de procuración e impartición de justicia en el país, instituciones que tienen bajo su responsabilidad la salvaguarda del estado de derecho y en las que, sin embargo, se han vuelto prácticas comunes el abuso del poder, el empleo faccioso y arbitrario de las leyes, la corrupción, la discriminación, la impunidad y la violación de las garantías individuales.
Ante los elementos de juicio mencionados, la liberación de Teresa y Alberta no debiera ser vista por la sociedad civil –ni mucho menos por las autoridades– como el desenlace de este episodio inaceptable: es necesario que, en un espíritu de esclarecimiento y de combate a la impunidad, el gobierno federal emprenda acciones orientadas a reparar el daño causado a las mujeres indígenas y sus familias, así como las pesquisas correspondientes en contra de los malos funcionarios de la PGR que integraron un proceso a todas luces irregular. Del mismo modo, resulta obligado que las instancias correspondientes investiguen a los integrantes del Poder Judicial que no pudieron o no quisieron ver en su momento la manifiesta inocencia de las indígenas otomíes y que decidieron condenarlas a prisión. El deslinde de responsabilidades y la aplicación de las sanciones legales son imprescindibles, porque atropellos como el sufrido por las indígenas queretanas no deben repetirse.