e entre las diversas lecciones que se desprenden de las elecciones británicas del 6 de mayo, aludo a dos que revisten especial interés y no sólo para el Reino Unido. Antes de desgranarlas, examino el desenlace logrado cinco días más tarde. Dado que los comicios habían producido un Parlamento ahorcado
–situación que se daba por quinta vez en algo más de un siglo– y acicateados por los vendavales de la crisis financiera, tories y laboristas emprendieron una febril competencia por el apoyo de los liberal-demócratas. Estos últimos, colocados en una posición que quizá no se repita en decenios, buscaron extraer la máxima ventaja para sus causas prioritarias, en especial la reforma electoral. Resultó inútil, ridículo el gesto dramático con el que los laboristas intentaron inclinar la balanza a su favor: ofrecer en bandeja la cabeza de su líder perdidoso. A fin de cuentas, Cameron y Clegg acordaron, el martes 11, establecer un gobierno de coalición. Se conocen las líneas generales del acuerdo, pero como el diablo está en los detalles, cuando éstos se discutan el acuerdo general puede debilitarse o venirse abajo. En qué plazo y condiciones se realizará el referendo sobre la reforma electoral; cómo se tramitarán las diferencias abismales en cuanto el futuro de la integración europea, la política de inmigración y la reforma tributaria, áreas en que los conservadores asumen actitudes cada vez más rígidas y negativas. Tras una elección en que fueron los liberal-demócratas los que plantearon las propuestas más acertadas, progresistas e imaginativas, el precio a pagar por la coalición no puede significar su abandono, ya que los miembros del partido pueden todavía rechazar un acuerdo que signifique sacrificios o demoras inaceptables. A todos convendría que el gobierno de coalición permita avances en esos extremos, entre otros. Un primer lineamiento de política convenido –establecer un impuesto a las instituciones financieras y limitar las compensaciones que pueden recibir los banksters– apunta en la dirección correcta. Ahora, las lecciones británicas.
La primera alude, desde luego, a la confirmación palmaria del carácter inicuo del sistema electoral británico, reflejado en los resultados del jueves 6. Las elecciones de mayoría relativa por distrito, sin corrección, no garantizan la representatividad, uno de los elementos constitutivos de la democracia. Esto es cierto tanto para los regímenes parlamentarios como para las legislaturas de los presidencialistas. En México fue cierto antes de las reformas electorales y es cierto ahora en el Reino Unido. Véase si no. De 29.7 millones de votantes, 6.8 millones sufragaron por los liberal-demócrata (lib-dem) y obtuvieron 57 MP (miembros del Parlamento): el 23 por ciento de los votos les produjo el 9 por ciento de las curules y cada una les costó 120 mil votos. 3.1 millones de votantes sufragaron por 17 partidos menores y obtuvieron, en conjunto, 27 MP, por lo que con 11 por ciento de los votos alcanzaron 4.1 por ciento de los asientos; cada curul les costó 118 mil votos. Los votos conservadores sumaron 10.7 millones y los MP electos fueron 306: con 36 por ciento de los sufragios, se hicieron de 47 por ciento de los asientos y sólo necesitaron 35 mil votos para asegurar una curul. Por su parte, los laboristas atrajeron 8.6 millones de votos y ganaron 258 distritos: 29 por ciento de los votos para 40 por ciento de las curules, precisando sólo 33 mil 350 votos para cada una. En otras palabras, traducido en número de asientos en los Comunes, un voto laborista o tory vale cuatro veces más que un voto liberal-demócrata o un voto por los partidos menores. Un sistema de representación proporcional pura habría producido 234 curules para los conservadores, 188 para los laboristas, 149 para los Lib-dem y 78 para los demás. Una base sustancialmente distinta para las negociaciones poselectorales.
La única ventaja que se atribuye a un sistema electoral como el británico es que produce gobiernos fuertes. En este caso y, como ya se dijo, en otras cuatro ocasiones en el siglo XX, no fue así. Es, por tanto, muy difícil entender que haya quien proponga que México elimine su procedimiento de ajuste proporcional a las elecciones de mayoría relativa por distritos. Reproduciría la sobrerrepresentación y subrepresentación que son patentes en el Reino Unido y que hemos padecido en México antes de las reformas.
La segunda lección aconseja mirar con desconfianza los resultados inmediatos de ciertas innovaciones. Se acudió por primera vez a los debates directos, transmitidos por televisión, entre los líderes de los tres principales partidos. No comparto la noción de que estas confrontaciones sean inadecuadas para los regímenes parlamentarios. Los debates son, por lo general, útiles y los tres realizados en la elección británica fueron inteligentes y, por momentos, divertidos. Produjeron una expectativa de grandes cambios que distó de materializarse. El líder liberal-demócrata, tras brillar en los debates, más en el primero que en los dos siguientes, terminó aumentando en sólo uno por ciento la votación por su partido y perdiendo cinco posiciones en los Comunes. Es imposible demostrarlo, pero viendo los cambios de elección a elección, puede pensarse que el resultado habría sido el mismo sin los debates televisados.
La verdadera novedad de esta elección británica es no haber producido una mayoría para el partido ganador y haber desembocado en un gobierno de coalición. Sin embargo, no alteró en forma significativa el paisaje político del reino. Sin reforma de fondo del sistema electoral, puede repetirse otro episodio de alternancia entre los dos principales partidos porque, a fin de cuentas, para eso está diseñado el sistema. Quizá este sea también el objetivo que persiguen quienes proponen que México renuncie a los elementos de corrección proporcional que se han introducido en la forma de elegir al Legislativo. Allá y aquí habría que avanzar, más bien, hacia un sistema proporcional puro.