l principio de división de poderes es, sin duda, el instrumento para hacer imposible la imposición de una dictadura. Por ello se considera que la democracia descansa en un mecanismo que distribuye, con plena independencia, las facultades ejecutivas, legislativas y judiciales.
Al Poder Legislativo le corresponde dictar las leyes. Al Ejecutivo, aplicarlas o, en su caso, de acuerdo con la fracción primera del artículo 89 de la Constitución, reglamentarlas, pero nunca dictarlas por sí mismo. La suspensión de garantías prevista en el artículo 29 de la Carta Magna sólo es admisible en caso de que se ponga en grave peligro o conflicto a la sociedad, y el Presidente de la República sólo puede decretarla con el consentimiento expreso del Congreso de la Unión o, en su caso, de la Comisión Permanente.
El Poder Judicial es un órgano de control mediante el cual se determina si los actos de las demás autoridades, inclusive de los propios órganos de esa instancia, están apegados a derecho. La vía para lograrlo es el juicio de amparo, habitualmente tramitado ante juzgados de distrito y tribunales colegiados de circuito, pero en última instancia, de acuerdo con ciertas circunstancias, ante la Suprema Corte de Justicia de la Nación.
El juicio de amparo, creación mexicana, impulsa la esperanza. Quienes tienen a su cargo la decisión final: los señores ministros de la Suprema Corte, actuando en sala o en pleno, deben hacer valer que se deposita la confianza en su conocimiento del derecho y en su capacidad de analizar los antecedentes del conflicto que se somete a su consideración.
Un problema de absoluta actualidad: la situación creada por un decreto presidencial al liquidar Luz y Fuerza del Centro (LFC) –utilizando indebidamente la facultad reglamentaria del Ejecutivo que, en todo caso, debió estar precedida por una ley dictada por el Legislativo– debe ser resuelto ahora por la Suprema Corte. Reglamentar es señalar el camino para el cumplimiento de la ley, y si no hay ley, no hay reglamento que valga. Así de sencillo.
En el caso de LFC, el decreto presidencial del 10 de octubre del año pasado no fue dictado en cumplimiento de un mandato del Legislativo. Así como para crear dicho organismo descentralizado fue necesario que lo aprobara el Legislativo para que el Ejecutivo lo constituyera, para su liquidación debió seguirse el mismo camino.
La juez que primero conoció de la demanda de amparo presentada por el Sindicato Mexicano de Electricistas y sus agremiados no lo consideró así y negó el amparo invocando la supremacía del interés público sobre los derechos de los trabajadores, y violando por ello el artículo 123 constitucional, particularmente la fracción XXII, y despreciando de manera especial el derecho a la estabilidad en el empleo que el maestro Mario de la Cueva calificó como el derecho más importante previsto en el artículo 123.
En contra de la sentencia de la juez se acudió a la revisión ante un tribunal colegiado, pero la Suprema Corte, por la importancia del asunto, atrajo el expediente con motivo del recurso de revisión que ahora deberá resolver el pleno del máximo tribunal.
Lo infundado del famoso decreto es más que evidente. Simplemente la falta de una ley hace improcedente cualquier reglamento. Lo que ocurre, como ahora, es que el Ejecutivo, invocando facultades otorgadas por sus propios miembros, en este caso la Secretaría de Hacienda, que no es el Poder Legislativo y que son facultades inexistentes porque la ley que las establece es inconstitucional, dictó por sí mismo una verdadera ley que no es verdadera sino por las malas intenciones.
Peor aún: antes de entrar en vigor el decreto del 10 de octubre, ejerciendo la nocturnidad y con auxilio de las fuerzas públicas, hoy tan en decadencia, el Ejecutivo separó a los trabajadores en cumplimiento anticipado de lo que entraría en vigor el día 11 de octubre.
Ahora dicen las autoridades que el acto llevado a cabo no fue de privación de derechos sino de molestia. ¡Que se lo cuenten a otro! Porque desde entonces los trabajadores electricistas no tienen empleo ni salario. Aunque evidentemente están más que molestos, pero no en el sentido que invocó la juez.
La Suprema Corte de Justicia de la Nación tiene una oportunidad maravillosa de poner de manifiesto el principio constitucional de la división de poderes. Con el riesgo de que, de no hacerlo, lo que hasta ahora ha sido una democracia, aunque modesta y relativa, se confirmaría como una dictadura. Nos merecemos otra cosa.