Arizona
ngela termina de poner el vestido de tul rosado en el maniquí. La figura ocupa el centro de la vitrina en donde se exhiben accesorios y adornos que complementan el atavío de quinceañeras y damas de honor. Te quedó bonito
, le dice Raquel, la otra dependienta de La gran ilusión.
Ángela abandona el aparador y se acerca a la puerta para atraer a los clientes. Desde allí mira los vestidos de fiesta ordenados en los exhibidores. Para evitar robos, el dueño de la tienda ordenó que los trajes y las estolas permanecieran asegurados con cadenas. Al verlas, Ángela recuerda la fotografía en el periódico de los cuatro indocumentados sometidos a juicio en Tucson, en espera de la cárcel o la deportación.
El periodista que los entrevistó hizo hincapié en su actitud derrotada, en sus voces titubeantes y en el rumor metálico que seguía a todos sus movimientos, señal de que los hombres aguardaban el veredicto encadenados. De esta manera se les daba el trato de criminales y no de trabajadores que, como Pablo, emigraron a Arizona en busca de empleo.
Cuando Ángela descubrió la imagen se quedó analizándola para asegurarse de que ninguno de los cuatro detenidos era Pablo. Eso no impide que un día pueda ser él uno más de esos mexicanos perseguidos y humillados. Antes de que eso suceda ella tratará de impedirlo enviándole una carta a la gobernadora de Arizona, Jan Brewer.
II
Tiene ese nombre escrito con letra de molde en dos papeles. Uno lo pegó en la puerta del refrigerador, entre calcomanías de jitomates sonrientes, nabos con sombrero y cuentas por pagar; el otro está bajo la imagen de bulto de San Judas Tadeo. Ángela confía en que el santo de las causas imposibles logre ablandar el corazón de Jan Brewer.
La muchacha se extraña de la familiaridad con que pronuncia el nombre de una persona lejana, desconocida, ajena a ella. Más la sorprende pensar que de esa mujer dependa ahora el futuro de tantas familias mexicanas como la suya.
Abstraída en sus pensamientos, no ve a las dos mujeres que entran en la tienda. Raquel sale a recibirlas y se dispone a mostrarles los vestidos en exhibición. Elige uno y enseguida se escucha el ruido de la cadena con que está asegurado.
Ángela asocia el rumor con la fotografía del periódico. La ha visto tantas veces que la tiene memorizada. Recuerda sobre todo el ángulo en donde aparece un hombre que viste camiseta a rayas y pantalón de mezclilla. Va descalzo, tiene la cabeza caída sobre el pecho, pero en su expresión se adivinan el dolor y la incomodidad que le provocan las cadenas con que le ataron los brazos a la espalda.
Ángela se pregunta qué habrán sentido la madre o la esposa de ese hombre en el momento de ver la humillación a la que fue sometido, sólo porque tiene el cabello y la piel oscuros como Pablo.
De seguro esas mujeres maldijeron, lloraron de rabia ante un hecho inaceptable por inhumano; quizás hasta hayan pensado en lo mismo que ella: escribirle a la gobernadora de Arizona y contarle quiénes son esos hombres a los que cataloga como delincuentes, por qué están allá sufriendo las penas de la discriminación, el desarraigo y la soledad.
Ángela confía en que podrá explicarle a la gobernadora de Arizona que hace tres años cerraron la fábrica de muebles en donde Pablo trabajaba y él quedó desempleado. En vez de amedrentarse buscó acomodo en muchas partes: tiendas, mercados, cantinas, refaccionarías, tintorerías. Ante la imposibilidad de encontrarlo no le quedó más remedio que irse a Estados Unidos.
Desde el principio Pablo decidió emigrar a Arizona. Lo atrajo porque ese estado quedaba en un territorio que había pertenecido a México y por eso, según él, estando allá tendría la impresión de encontrarse en su tierra. Hubo otros motivos que lo sedujeron hacia Arizona: la abundancia de cobre, el paisaje desértico y la belleza del Gran Cañón, que sólo había visto en películas de vaqueros.
Antes de que Pablo se fuera, Ángela le pidió que se tomara una foto. Cuando la vieron juntos él no ocultó su orgullo por haber heredado la abundante cabellera negra de su padre, los pómulos salientes de su abuela y los labios carnosos de su madre.
Para Ángela resulta increíble que todas esas señas de identidad tan valiosas para Pablo se hayan convertido en estigmas que lo señalan y lo exponen a perder sus derechos, a verse perseguido y a la humillación de ser maniatado con cadenas.
III
Eso se lo dirá a la gobernadora de Arizona en la carta que piensa enviarle esa misma tarde. En cuanto regrese a su casa se pondrá a escribirla. Lo hará en una hoja blanca, limpia, con su mejor letra de molde. La asalta un obstáculo en el que no había pensado: es posible que Jan Brewer no sepa español.
Ángela se maldice por no haber seguido los consejos de su madre de que estudiara inglés. Prefirió la cultura de belleza y el corte. Fue inútil. No logró montar un salón ni abrir un taller de costura. En este sentido sus conocimientos sólo le sirvieron para ser dependienta en la tienda La gran ilusión.
Ante la conciencia de su ignorancia no se da por vencida. Irá a la academia de idiomas que está cerca y le pedirá a una de las maestras que traduzca su carta.
Imagina el pliego blanco en donde expondrá sus razones. Antes tendrá que dirigirse de alguna forma a Jan Brewer. ¿Cuáles serán los términos más correctos? Distinguida gobernadora.
Apreciable señora Brewer
. Rechaza ambos tratamientos. Una persona que actúa como esta mujer no merece los calificativos de distinguida
ni apreciable.
Ángela tendrá que encontrar otras palabras que no sean descorteses ni ofensivas, pero que cuadren con una persona que se ha olvidado de que un emigrante no es un delincuente, sólo un hombre que busca lo que en su tierra no ha podido hallar.