l pasado domingo, en un editorial publicado en el semanario Desde la Fe, la Arquidiócesis Primada de México advirtió su disposición a boicotear, capilla por capilla
, el Censo Nacional de Población 2010 –que llevará a cabo el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi) a partir del próximo lunes–, por considerar que las preguntas formuladas en el cuestionario de ese ejercicio están orientadas a una manipulación y un debilitamiento estadístico de la Iglesia católica
, que responde a intereses perversos e inconfesables
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Aunque ayer diversas autoridades eclesiásticas buscaron enmendar la plana al semanario referido –la Conferencia del Episcopado Mexicano negó que se vaya a realizar dicho boicot, en tanto que el encargado de Radio y Televisión de la Arquidiócesis de México, Jesús Aguilar, dijo que nosotros diremos a la gente cómo contestar, no que no conteste
–, las inoportunas afirmaciones allí publicadas colocan ante los ojos de la opinión pública una práctica inadmisible y que no es nueva en el seno de la Iglesia católica: la propensión a vulnerar abiertamente lo estipulado en el artículo 130 de la Constitución: los ministros no podrán (...), en reunión pública, en actos de culto o propaganda religiosa, ni en publicaciones de carácter religioso, oponerse a las leyes del país o a sus instituciones
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A la vista de esa estipulación legal, la conducta del arzobispado capitalino amerita la intervención de la Secretaría de Gobernación, autoridad responsable de regular el comportamiento de las instituciones religiosas. Sin embargo, a la actitud cuando menos remisa con que las administraciones federales panistas han reaccionado ante otras faltas de la jerarquía católica –lo que ahonda la percepción de un sesgo confesional inaceptable en el ejercicio del poder público–, se suma ahora una tendencia del gobierno federal a claudicar de sus obligaciones básicas en materia de procuración de justicia: así lo demuestra la reciente decisión de la Procuraduría General de la República de suspender las pesquisas por la desaparición de Diego Fernández de Cevallos, privado de la libertad hace poco más de una semana en los alrededores de su hacienda en Querétaro.
No puede soslayarse, por otro lado, que las advertencias comentadas tienen como telón de fondo ineludible un descrédito social generalizado en torno a las estadísticas oficiales, incluidas las proporcionadas por el propio Inegi. Un ejemplo: según ese instituto, la tasa de desocupación en el país se ubicó, en el primer trimestre del año, en 5.3 por ciento de la población económicamente activa, es decir, casi cinco puntos porcentuales menos que en Estados Unidos, donde el desempleo alcanzó 9.9 por ciento. Estos datos encierran en sí mismos una distorsión, por cuanto no consideran subempleo e informalidad, y colisionan, además, con el sentir generalizado de que la oferta laboral en el país es mucho más precaria e insuficiente que en la nación vecina del norte. A fin de cuentas, y a contrapelo de lo que señalan las estadísticas, hoy en día miles de mexicanos continúan cruzando diariamente la frontera hacia Estados Unidos con la esperanza de acceder a alguna forma de trabajo remunerado que no encuentran en México.
Algo similar a lo anterior ocurrió durante el sexenio pasado, cuando el gobierno federal, carente de voluntad política para combatir la pobreza en los hechos, se dedicó a borrarla de las cifras oficiales mediante la redefinición de los criterios hasta entonces empleados para elaborar las estadísticas, y con ello dejó fuera del conteo a buena parte de los pobres del país.
En suma, en un entorno en que las estadísticas oficiales resultan increíbles por el uso faccioso que el gobierno suele hacer de ellas y por la falta de transparencia y de rigor en su elaboración, no es de sorprender que el alto clero católico explote ese descrédito para cuestionar –así sea en forma indebida– al censo en su conjunto.