i Borola Tacuche devino mascarón de proa de la insumisa condición de la pobrería chilanga, Briagoberto Memelas, Juanón Teporochas, Poncho López, el Güen Caperuzo y su carnala Caledonia son emblemas del cacicazgo, una institución social sin adjetivos
que, para bien o para mal, le presta voz y rostro a nuestros parajes y rancherías.
El cacique no nace, se hace
, dice alguna vez Poncho López, porque chueco o derecho, déspota o benévolo, sensato o atrabancado, el cacique es el ambivalente personero de la comunidad, de la misma manera como en los tiempos del PRI el presidente de la República era el gran Tlatoani, el padre sexenal de todos los mexicanos. Los de Vargas no son caciques criollos o aladinados –que los hay–, sino prototipos de su gente: Caperuzo y Caledonia mandan en el Valle de los Escorpiones porque son aún más prietos y salidores que el resto de sus muy prietos y salidores súbditos, y Briagoberto es el padre de La Coyotera, porque en ese pueblo pulquero no hay quien le gane en seguirle la hebra al tlachicotón. Quizá porque en los buenos tiempos de Vargas los mandamases de las rancherías y de la nación no eran aún los agringados tecnócratas harvardianios y yaleitas que tuvimos después.
En las historietas rurales del creador de Los Superlocos y La familia Burrón los protagonistas no son aventureros nómadas a la Roy Rogers o John Wayne, sino patriarcas sedentarios que provocan o desfacen entuertos pueblerinos. Y es que a diferencia de la tradición estadunidense del western, que hunde sus raíces en la leyenda de la colonización y sus espacios abiertos y despoblados, el campo mexicano es socialmente denso y entreverado, un mundo de comunidades agrarias donde quienes ejercen hegemonías informales adquieren inevitablemente el talante de caciques.
Como las crónicas del callejón del Cuajo, que transcurren en el ámbito de la vecindad, las aventuras rurales pergeñadas por don Gabriel están humana y territorialmente acotadas, y sus protagonistas se mueven en espacios prestablecidos, donde se les conoce y se les respeta o cuando menos se les teme. Y no porque el autor, nacido en Tulancingo, Hidalgo, pero aclimatado en la capital, haya trasladado a la temática campirana estrategias narrativas de banqueta sino porque, efectivamente, las barriadas chilangas de prosapia reproducen añejas socialidades del terruño.
El protagonismo colectivo de los cómics de Gabriel Vargas, tanto los urbanos como los rurales, da testimonio de una terca identidad nacional de origen agrario, fincada sobre la comunidad y la familia que no ha cedido del todo a las tendencias individualistas y serializantes de la modernidad. En este sentido, el México profundo –el México campesino e indígena– pervive y resiste tanto en La Coyotera de Briagoberto Memelas y el Valle de los Escorpiones del Güen Caperuzo, que son mundos propiamente agrarios, como en el callejón del Cuajo de los Burrón y El Terregal de Susanito Cantarranas y La Divina Chuy, espacios urbanos pero tan telúricos e idiosincráticos como el que más.