yer, el fiscal general de Estados Unidos, Eric Holder, anunció el inicio de una investigación para determinar las posibles responsabilidades penales por el derrame de petróleo provocado en el fondo marino del Golfo de México por la corporación British Petroleum (BP). Previamente, el presidente Barack Obama informó que se creará una comisión investigadora orientada a identificar, sin miedo ni favoritismos
, a los culpables de la catástrofe, sean quienes sean, y que, de determinárseles responsabilidades penales, se les presentará ante los tribunales correspondientes. Tales declaraciones se presentan tras las fuertes críticas a la Casa Blanca por una actitud que sectores de la opinión pública consideran torpe y hasta complaciente ante el magno desastre ambiental.
Con todo, si el gobierno estadunidense da cumplimiento a los compromisos así adquiridos, se sentará un precedente de suma importancia para regular las acciones de los grandes consorcios energéticos trasnacionales, cuya historia aparece marcada por la impunidad con la que han actuado durante el siglo pasado, y no sólo por causar desastres ecológicos sin asumir el costo del daño, sino también por alterar la vida de regiones y violentar la normalidad política de países independientes.
En el ámbito de los daños ambientales, el punto de referencia más inmediato es el del barco petrolero Exxon Valdez (propiedad de Standard Oil, hoy día Exxon Mobil) que, tras encallar en las costas de Alaska, a finales de marzo de 1989, derramó 37 mil toneladas de petróleo crudo en las aguas árticas, hecho que causó severo daño a más de 2 mil kilómetros de costa. La compañía propietaria del buque hubo de hacer frente a gastos de limpieza, multas, costas judiciales y demandas civiles por un total de 3 mil 500 millones de dólares, pero años después, en junio de 2008, tras una larga batalla legal, la Suprema Corte de Justicia de Estados Unidos redujo arbitrariamente tal cantidad a 507 millones, en un fallo muy criticado en su momento.
Tal es la jurisprudencia que debe remontar actualmente la institucionalidad de Estados Unidos si quiere hacer pagar a BP y a Transocean los daños causados por la explosión de la plataforma de perforación en aguas profundas Deepwater Horizon, propiedad de la segunda y arrendada a la primera. De acuerdo con la información más reciente de que se dispone, la cantidad de petróleo vertido supera ya ampliamente el que se derramó a raíz de la catástrofe del Exxon Valdez, y es por demás probable que el monto de los daños sea, asimismo, superior al de la catástrofe en Alaska.
Incluso si las autoridades ejecutivas y judiciales estadunidenses aplican la ley con máximo rigor y obligan a esas trasnacionales a cubrir la totalidad de los daños, las utilidades netas de ambas empresas son tan grandes que podrían hacer frente a los pagos sin poner en peligro su existencia corporativa.
Sin embargo, no hay ninguna certeza de que el gobierno de Estados Unidos logre imponerse a ambos consorcios. Tal circunstancia debería ser instructiva para que las autoridades de naciones más débiles, como la nuestra, actuaran con extremada cautela en sus tratos con las grandes trasnacionales petroleras y energéticas.
Como se señaló líneas arriba, los riesgos de los contratos con ellas no se limitan a los desastres ambientales que pueden provocar, sino a su irrefrenable injerencismo. El caso proverbial es el golpe de Estado perpetrado en Irán en 1953, con la instigación de la Anglo-Iranian Oil Company, antecesora de BP.
Por lo demás, en las primeras cuatro décadas del siglo pasado, México sufrió en carne propia el desbocado injerencismo de las petroleras, las cuales dictaron su ley sobre extensas zonas de la franja del Golfo de México y pusieron en grave entredicho la soberanía nacional. Por ello, la expropiación de 1938, realizada por el presidente Lázaro Cárdenas, no fue sólo una vía para resolver los conflictos laborales causados por la avaricia de las 17 empresas extranjeras que operaban en México, sino también una forma de recuperar la soberanía y consolidar la independencia.