l atentado mortal contra Rodolfo Torre Cantú, aspirante priísta a la gubernatura de Tamaulipas, en el que murieron además el diputado local Enrique Blackmore Smer y cuatro escoltas, no puede ser desvinculado de su circunstancia de persona, tiempo y lugar: se trata del candidato de mayor rango que muere asesinado en el país desde el homicidio de Luis Donaldo Colosio; fue perpetrado, además, a menos de una semana de las elecciones, y en una de las entidades en las que resultan más palpables el control territorial de organizaciones delictivas y la incapacidad del Estado para garantizar la seguridad y la vigencia de las leyes.
Aunque diversos analistas han mencionado el fenómeno del flujo de dinero sucio a las campañas en curso, y por más que la pavorosa ola de violencia que azota a México había ya cobrado las vidas de diversos políticos, la muerte de Torre Cantú, independientemente de quiénes la hayan planeado y ejecutado, constituye un mensaje inequívoco: la criminalidad ha mostrado su determinación de dictar quién ocupa un cargo de poder y quién no, y con ello la ofensiva criminal se arroga una facultad política y confirma que el acontecer electoral ha sido contaminado por un componente mafioso. Semejante irrupción desembozada constituye, en el ámbito estatal, una suerte de golpe de Estado que desmiente, en forma rotunda, la optimista prédica oficial acerca de un debilitamiento
de las instancias delictivas a consecuencia de las acciones gubernamentales.
En tal situación, la agresión homicida contra el político tamaulipeco no es únicamente un delito, de suyo condenable, contra un individuo, sino constituye un atentado contra la vida republicana en su conjunto: sería un pecado de ingenuidad suponer que la ejecución de Torre Cantú no altera de manera radical el escenario partidista y electoral de Tamaulipas y no conlleva un impacto grave en la credibilidad y la confianza de los procesos comiciales en el resto del país. Independientemente de que el Instituto Estatal Electoral de Tamaulipas (IETAM) haya decidido seguir adelante con la elección, es claro que ésta ha quedado distorsionada, no sólo por la desaparición del aspirante a gobernador que aparecía puntero en las encuestas, sino también por el temor de la ciudadanía, ahondado por el crimen de ayer, por las inevitables especulaciones que, ante la incierta perspectiva de esclarecimiento, recorren ya la entidad nororiental.
La pavorosa proliferación delictiva que padece el país es consecuencia anunciada de la aplicación de un modelo económico depredador y desarticulador, pero también de un añejo estilo de ejercicio del poder que se mantiene intacto a pesar de las alternancias: en general, en el país se gobierna, en todos los niveles, con arbitrariedad, desapego a las leyes, patrimonialismo, búsqueda de impunidad para los propios, sesgos facciosos en la procuración de justicia y connivencia con intereses ilícitos. La criminalidad desbocada, que ahora golpea al ámbito partidista y electoral, es un engendro creado por los vicios de la propia clase política. Ésta no tiene ya margen para actuar como si en el país no pasara nada, ni para repetir en forma indefinida ritualismos cada vez más insustanciales y autorreferenciales. Es preciso que funcionarios, representantes populares y dirigentes políticos se asomen al abismo que han generado y que emprendan una moralización y una reforma profunda del poder.