a trampa y el miedo son fantasmas que agobian a cada generación de futbolistas mexicanos. Incapaz de superar los obstáculos de la historia, el futbolista encuentra consuelo en el fracaso de sus ancestros. Y así perpetua el mito del dolor nacional del cual el pueblo se nutre.
Previo al encuentro contra Argentina, el pueblo mexicano en Sudáfrica respiraba un oxígeno artificial. En la imaginación de ningún aficionado en el estadio se veía al capitán de México levantar la copa del mundo; en la cabeza de ninguno vivía la idea de ver a un mexicano como goleador del torneo; en la mente de ninguno se fabricaba un México mejor. La retórica masoquista de los medios alimentaba las dudas, y los cálculos de los maestros extendían la indecisión. Rafa Márquez lo concretó con simpleza: el pesimismo mexicano nace de su mediocre imaginación.
Haberse rendido ante Argentina desde el primer minuto no excusa el error arbitral que determinó el resto del encuentro. Los jugadores mexicanos trotaban con una furia desconcertada que finalizó en el error del segundo gol. Ese error fue provocado por el miedo… por el miedo de fracasar sin una lucha honesta. Es indispensable ser derrotado en una batalla honorable. Conocemos bien la derrota.
El futbol es profundamente real. Es un deporte para los hambrientos, para los que quieren ponerse el equipo en el hombro, para los que no temen llorar sobre la playera, para los que se enfurecen cuando la pelota no es suya. Pero el futbol también depende de los astros y de las energías que emanan desde las tribunas. Y el pesimismo del alma torturada del mexicano se materializó en el Soccer City. El primer gol de Argentina se marcó a pesar de una irrevocable ilegalidad y el segundo fue una aberración técnica de uno de los defensores más veteranos de la selección; una falla tan extraña que puede recaer en el defensa o en sus tacos o en el pasto o hasta en el mismo balón.
Estos dos goles definieron la noche en la que México se arrodilló ante los fantasmas del pasado y se ahorcó con la soga de su propia imaginación. El miedo de llegar a podios mundiales –aparentemente inalcanzables– no se debe a la recurrente influencia negativa de las estrellas sobre el suelo azteca, sino el eterno nacimiento de una duda traicionera en el centro del espíritu nacional.