e acuerdo con las tendencias divulgadas hasta el cierre de esta edición, el partido gobernante en el ámbito federal, Acción Nacional, y sus aliados, perdían cuando menos nueve de las 12 gubernaturas en disputa en las elecciones realizadas ayer. A reserva de reflexionar sobre los resultados oficiales, aún pendientes, y sobre las significaciones locales de victorias y derrotas, el dato más sustancial de lo ocurrido en la jornada de ayer es, en lo general, la imposibilidad del partido de Felipe Calderón Hinojosa para remontar la catástrofe electoral que experimentó en los comicios federales realizados hace un año, cuando el Partido Revolucionario Institucional (PRI) se colocó como primera bancada legislativa.
Ayer, está última organización ratificó su condición de primera fuerza política en el escenario nacional, y no necesariamente por méritos del partido o de sus candidatos, sino por una combinación de dos factores: por una parte, el recurso de las estructuras caciquiles priístas que imperan en diversas entidades y que constituyen un poderoso mecanismo de inducción del voto; por la otra, el inocultable descontento que recorre el país por los malos resultados que entrega el gobierno federal: crisis económica persistente, desempleo real que se resiste a todos los intentos de maquillaje de las cifras oficiales, desigualdad creciente, corrupción y venalidad en el ejercicio del poder, desdén oficial ante las acuciantes necesidades populares y una situación cercana al naufragio en el terreno de la seguridad pública y la aplicación de las leyes.
Significativamente, las tendencias que apuntan a la derrota del tricolor se presentan, también, como un ajuste de cuentas del electorado contra dos administraciones impresentables: la de Mario Marín en Puebla y la de Ulises Ruiz en Oaxaca. En esas dos entidades la impunidad del poder alcanzó, por distintas razones, cotas de escándalo nacional e incluso internacional; en el caso oaxaqueño por los excesos represivos del gobierno estatal –que han dejado una cauda de decenas de muertos–, y en el poblano por la participación del Ejecutivo estatal en un intento por quebrantar los derechos humanos de la periodista Lydia Cacho.
Fuera de esos dos estados y de Sinaloa, donde el abanderado tricolor, Jesús Vizcarra, iba abajo de Mario López Valdez, Malova –un priísta de toda la vida que desertó de su partido poco antes del inicio de este proceso electoral–, el resto de las entidades que celebraron comicios registraron derrotas anunciadas y previsibles del blanquiazul, el cual perdería cuando menos dos gubernaturas (Aguascalientes y Tlaxcala), además de las alcaldías que controlaba en Baja California.
La izquierda partidista, por su parte, decidió compartir, en Durango, Hidalgo, Oaxaca, Puebla, Sinaloa y Tlaxcala, la suerte del panismo gobernante; perdió Zacatecas, según indican encuestas y conteos rápidos y, salvo en Oaxaca, su participación se redujo a lo meramente testimonial.
Por lo demás, los comicios realizados en Chihuahua, Durango, Sinaloa, Tamaulipas y Veracruz ocurrieron en el entorno de violencia, inseguridad y zozobra que se ha extendido en México en el contexto de la guerra contra la delincuencia
proclamada por la administración calderonista, y sería ingenuo suponer que tal contexto no afectó en algún sentido las tendencias en las urnas. Adicionalmente, la jornada culminó procesos caracterizados por irregularidades electorales, por la inducción del sufragio –embozada o abierta– por autoridades de todos los niveles y por campañas sucias en las que se recurrió al espionaje telefónico, a imputaciones penales y, a falta de propuestas propias, a las consabidas descalificaciones del adversario.
Las elecciones de ayer plantean, pues, la perspectiva de la involución política hacia un priísmo, que lejos de depurarse en la década que ha pasado fuera de Los Pinos, parece haber ahondado sus aspectos más deplorables: el caciquismo, el corporativismo, el clientelismo y la ambición del poder por el poder. En ese mismo lapso, Acción Nacional ha asimilado tales características hasta hacerse indistinguible del partido al que remplazó en Los Pinos en 2000, salvo por un dato: hoy es el que parece ir de salida, y las elecciones de ayer se presentan como su Waterloo.