os comicios realizados en Hidalgo y Veracruz el pasado 4 de julio desembocan, a diferencia de lo ocurrido en otras entidades que también acudieron a las urnas en esa fecha, en escenarios de conflicto poselectoral. Los candidatos oficialmente perdedores, Xóchitl Gálvez y Miguel Ángel Yunes, opositores en el ámbito local, pero pertenecientes al partido que gobierna en lo federal, anunciaron ayer en sendos mítines que impugnarán los resultados, con base en sus presunciones de que las cifras correspondientes son resultado de procesos fraudulentos.
Sería deseable, en un escenario de normalidad democrática, que las inconformidades electorales de quienes se desempeñaron durante el gobierno foxista como comisionada para los Pueblos Indígenas y subsecretario de Seguridad Pública pudieran ser resueltas en un contexto institucional confiable, que permitiera determinar sin margen de duda y en plena armonía social a los ganadores de una elección.
Tal perspectiva es, por desgracia, impracticable en el país actual: el comportamiento del gobierno federal y de las instituciones electorales durante las campañas de 2006 y tras la elección presidencial de ese año cerraron todo margen para ello. Si la administración foxista, las cúpulas empresariales y los medios adictos al régimen se hubiesen abstenido de ensuciar el proceso electoral como lo hicieron; si el Instituto Federal Electoral (IFE), el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJF) y la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) hubieran esclarecido las inconformidades y las acusaciones de fraude que presentó la coalición Por el Bien de Todos, y si el entonces candidato panista a la Presidencia, Felipe Calderón Hinojosa, hubiese aceptado un recuento de los sufragios uno por uno, los reclamos poselectorales subsecuentes habrían podido solucionarse –independientemente de quién hubiese quedado, finalmente, en la titularidad del Ejecutivo federal– en forma republicana y cívica.
Hoy, en cambio, el panismo gobernante –de cuyas filas proceden los aspirantes inconformes a las gubernaturas de Hidalgo y Veracruz– carece de autoridad moral para exigir un recuento voto por voto, al que se negó hace cuatro años cuando el margen de diferencia en los resultados de la elección presidencial era mucho más pequeño que en las cifras arrojadas ahora por las autoridades electorales de ambas entidades.
Por lo demás, entre los principales bandos partidistas confrontados ahora en Veracruz e Hidalgo –Acción Nacional y el Partido Revolucionario Institucional– hay una vieja historia de colaboración contraria a la transparencia electoral: el 20 de diciembre de 1991 la bancada panista en la Cámara de Diputados respaldó la destrucción de la papelería empleada en los comicios presidenciales de tres años antes, pese a que en torno a ellos existía (y sigue existiendo) la duda sobre la veracidad de los resultados oficiales, en virtud de los cuales se proclamó presidente a Carlos Salinas; en el sexenio de éste, el PAN obtuvo sus primeras gubernaturas al margen de los procesos electorales, gracias a las llamadas concertacesiones entre la dirigencia blanquiazul y el Ejecutivo federal; años más tarde, en 2006, el PRI convalidó una elección a la que varios de sus integrantes han descrito, posteriormente, como fraudulenta.
En tales circunstancias, para buena parte de la opinión pública resulta difícil creer en las profesiones de fe democrática en la que se escudan tanto los triunfos oficiales priístas en Hidalgo y Veracruz como los reclamos de irregularidades por los panistas y sus aliados. A propósito de éstos, no deja de resultar un tanto patético que sectores de la izquierda partidista que hace cuatro años sufrieron en carne propia las graves irregularidades
electorales reconocidas por el propio TEPJF hoy se solidaricen con los responsables de ellas en el reclamo de irregularidades equivalentes.
Los conflictos poselectorales en las entidades mencionadas no tienen, en suma, cauce democrático posible. Su solución dependerá, en consecuencia, de regateos y enjuagues de pasillo que habrán de realizarse de espaldas a la sociedad y al margen del veredicto de la voluntad popular.