or amplia mayoría, la Asamblea General de la Organización de Naciones Unidas (ONU) aprobó el pasado miércoles una resolución, presentada por el gobierno de Bolivia, que reconoce al agua potable como un derecho humano básico
y convoca a los estados y los organismos internacionales a proporcionar los medios necesarios para garantizar a la población mundial el acceso al vital líquido.
A pesar de que ningún país se opuso a la aprobación del documento referido, diversas delegaciones –entre ellas las de Estados Unidos, Canadá y el Reino Unido– decidieron abstenerse en la votación por considerar que no existe fundamento jurídico para sustentar el derecho al agua. La representación de Washington fue incluso más allá y defendió su postura al señalar que la propuesta boliviana intenta ser un atajo
que podría afectar los trabajos que se realizan en esa misma materia en el Consejo de Derechos Humanos de la ONU.
Tales resistencias resultan preocupantes, por cuanto ponen en relieve el choque de intereses en torno a un asunto que, dada su importancia y por elementales consideraciones éticas y humanitarias, habría debido derivar en un consenso unívoco. Sin que ello demerite el valor histórico de la determinación adoptada en el seno de la Asamblea General de la ONU, es claro que la viabilidad práctica de ésta quedará condicionada en la medida en que no reciba el pleno respaldo de todas las naciones, empezando por aquellas que cuentan con mayor peso económico y geopolítico.
Por lo demás, el alegato legalista al que recurrieron las naciones referidas es por lo menos cuestionable: como señaló el especialista de Amnistía Internacional sobre el derecho al agua, Ashfaq Khalfan, no hay ninguna razón jurídica para que los países no apoyen la resolución, pues el derecho al agua ya forma parte del derecho internacional
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Es mucho más clara, en cambio, la importancia que tiene la resolución aprobada por la ONU como contrapeso al poder depredador de las grandes corporaciones que lucran con el agua. En efecto, como han señalado diversos especialistas, el reconocer como un derecho humano el acceso a ese recurso contribuye a establecer un límite a los intereses de las grandes compañías que negocian con el vital líqudo, y a anteponer formalmente las necesidades de las personas a los intereses de los grandes capitales.
La consideración anterior no es ociosa si se toma en cuenta que los recursos hídricos del planeta son actualmente objeto de un proceso de privatización global avalado y hasta exigido por instituciones financieras del peso del Banco Mundial. En las últimas décadas, los intentos de justificar esta oleada privatizadora han partido, por regla general, de la supuesta consigna de revertir la escasez del agua potable y garantizar su suministro a las personas, ante la incapacidad financiera de los estados para dotar del servicio y la infraestructura necesaria. Sin embargo, como ha ocurrido con otros procesos privatizadores, el del agua no sólo no ha contribuido a garantizar el acceso universal a ese recurso; también ha incentivado, mediante la concentración y el control de los recursos hídricos por parte de grandes empresas, el encarecimiento del líquido y ha dificultado su acceso para las poblaciones de países pobres. Según cifras de la propia ONU, al día de hoy más de 800 millones de personas en el mundo carecen de agua potable y 2 mil 500 millones sólo pueden acceder a este recurso a más de tres kilómetros de distancia de sus hogares.
En la hora presente, el reconocimiento del derecho humano al agua constituye un paso imprescindible en el proceso civilizatorio y en los esfuerzos por garantizar la viabilidad de la especie humana. Cabe esperar que los gobiernos que no apoyaron la resolución adoptada por la ONU recapaciten y hagan cumplir, en sus respectivas naciones y fuera de ellas, este derecho fundamental.