ómo se estará deteriorando la situación de inseguridad que hasta Felipe Calderón abre la puerta para reconsiderar su estrategia de lo que ya no llama pomposamente guerra al narcotráfico
sino, con más modestia, recuperación de la legalidad
. Ya llega a 28 mil la cifra de asesinatos en el sexenio, según el Cisen. En Durango y en muchos estados de la República, la CNDH reporta penales controlados por el narco. Los periodistas son acribillados, secuestrados o amenazados por todo el país. El crimen organizado quita mandos policiacos que lo combaten o favorecen a sus adversarios, mediante amenazas de bombas o masacres de inocentes. El gobierno de Estados Unidos, sin reducir para nada el consumo de drogas en su territorio, ni dar golpes eficaces al contrabando de armas o el lavado de dinero, nos presiona cerrando consulados y ultramilitarizando la frontera.
Ante esto, en Chihuahua, como seguramente en varias entidades, dos preguntas redoblan en las conciencias: ¿qué es esto que estamos viviendo?, y ¿hasta cuándo se acabará esta pesadilla?
Para definir lo que estamos viviendo se ensayan diversas respuestas. La del solo enfrentamiento entre cárteles, que ya a nadie convence. La de una agudización de la violencia debido a los éxitos
del gobierno en combatir al crimen organizado, que sólo los más devotos felipistas-panistas suscriben. La de los prolegómenos de una guerra civil, con deterioro en todas las esferas de la vida pública…
A la pregunta ¿hasta cuándo se acabará esta pesadilla?, las respuestas dependen mucho de lo que se conteste a la anterior cuestión. Unos señalan que habrá paz al lograrse la victoria militar sobre la delincuencia organizada, pero no dicen cuándo ésta será posible. Otros, más pragmáticos, señalan que el país se tranquilizará cuando se pacte con los cárteles, se les distribuyan sus zonas de influencia y éstos las acepten. No son pocos quienes no ven luz al final del túnel, a partir de que plantean que Ejército y policías están en el umbral de una derrota militar.
Nuestra opinión al respecto es que asistimos a la descomposición violenta del régimen político que se ha venido conformando como una societas sceleris, es decir, sociedad de crimen. Para producirla convergen las acciones de las mafias económicas, de las mafias políticas y de las mafias criminales que, mediante la corrupción, se infiltran y se apoderan de importantes segmentos de las dos anteriores. Dicha descomposición, además de expandirse a diversos sectores del tejido social, se ha tornado extremadamente violenta. Y no puede combatirla con eficacia un Estado que se ha ido debilitando por su propia corrupción, por el sometimiento de muchas de sus instituciones a los poderes fácticos y por la infiltración del crimen organizado en ellas mismas.
En esta etapa de descomposición, aun las acciones que se realizan para la supuesta democratización son parcialmente recuperadas de inmediato por la lógica perversa de las mafias: captura de organismos electorales, acotamiento de organismos de transparencia, subordinación de instancias como la Cofetel. Las participaciones federales a gobiernos estatales y municipales se emplean para fortalecer cacicazgos regionales. Incluso esfuerzos como el del nuevo sistema de justicia penal en Chihuahua se ven rebasados por la poca eficiencia de quienes persiguen el delito o la corrupción de los encargados de la readaptación de los pocos que son aprehendidos y juzgados. El poder no se democratiza, se mafiocratiza.
El actual estado de cosas no va a solucionarse con medidas meramente policiacas, o incluso jurídicas, aun cuando no tengan el lastre de la infiltración criminal. Tampoco va a solucionarse con la militarización, que diversos sectores ya demandan ante la corrupción y atropellos, peores en la Policía Federal que en el Ejército. Ni éste, ni los cientos de efectivos de la Guardia Nacional recién destacados en la frontera por el gobierno estadunidense, serán eficaces para acabar con los cárteles o los contrabandistas de armas o los robacoches, aunque, sin duda, amedrentarán a la población cada vez más llena de motivos para la revuelta. Quienes aplaudieron que comenzáramos el sexenio con un presidente vestido de militar aplaudirían con satisfacción el terminarlo con unos militares vestidos de presidente.
La pax calderoniana que nos prometen se parece a los estertores de la pax porfiriana. Por eso no hay que hacerse ilusiones: la pesadilla sólo se puede acabar si se le deja de dar respiración artificial a este régimen agónico. Los pactos, las políticas sociales de fondo, la discusión sobre la despenalización a las drogas, las políticas de Estado para prevenir y atender adicciones, no son eficaces bajo la mafiocracia. Veremos paz duradera en el horizonte cuando cambiemos las formas, las instituciones y los valores que regulan el acceso y el ejercicio del poder, cuando logremos diseñar y poner en práctica formas efectivas de regulación social de ese poder.