yer, al intervenir en los Diálogos por la Seguridad, el titular del Ejecutivo federal, Felipe Calderón Hinojosa, señaló que la participación del Ejército en el combate al crimen organizado se mantendrá hasta el último día de su gobierno. Sostuvo que la sociedad no denuncia los actos delictivos por temor a represalias de las organizaciones criminales, y demandó a los coordinadores parlamentarios de la Cámara de Diputados y del Senado aumentar el presupuesto de las dependencias involucradas en la guerra contra el narcotráfico
, pues, de lo contrario, el Estado tendría que buscar nuevas fuentes de ingreso, lo que constituiría una carga para los contribuyentes
.
En semanas recientes distintos sectores de la sociedad y la clase política han sido invitados por el gobierno federal a definir entre todos cuál debe ser la respuesta
de las autoridades ante el auge de la criminalidad y la violencia, y a fortalecer la estrategia del Estado mexicano por la seguridad pública
. Sin embargo, a juzgar por los señalamientos referidos, tal ejercicio se ha traducido en un monólogo que confirma, por añadidura, empecinamiento e incongruencia discursiva: por un lado, Calderón Hinojosa se dice abierto a fortalecer y corregir
la política vigente, pero señala como inamovible su decisión de que el Ejército permanezca en las calles; exige propuestas concretas
a los actores políticos y sociales, pero desatiende por sistema las voces críticas que desde hace mucho sostienen la inviabilidad de emplear a las fuerzas armadas en tareas propias de la policía, y se dice preocupado por el grado de barbarie
que ha alcanzado la violencia en Nuevo León –sobre todo a raíz del asesinato del alcalde de Santiago, Edelmiro Cavazos–, pero se insiste en reforzar en esa entidad una estrategia que ha fracasado ya en otros puntos del territorio nacional, como Chihuahua y Tamaulipas.
Adicionalmente, el gobernante volvió a exhibir ayer incapacidad para formular estrategias viables y efectivas de combate a la criminalidad que partan de un reconocimiento de las causas originarias de ese fenómeno. Así lo demuestra, entre otros elementos, la afirmación de que los ciudadanos no denuncian por miedo a los criminales, sin considerar que esa renuencia se explica también por la noción generalizada –apoyada por datos de la realidad– de que las dependencias gubernamentales están expuestas a infiltraciones de la delincuencia organizada y que, en tales circunstancias, la denuncia resulta suicida.
Por lo demás, el reclamo presidencial de asignar más presupuesto a la seguridad pública resulta improcedente si se toman en cuenta los subejercicios y los dispendios en que suelen incurrir las dependencias vinculadas a esas tareas, y si se atiende a la consideración de que, dada la configuración actual de la política de seguridad, los recursos empleados se traducen en mayores cuotas de violencia y muerte.
Para colmo, la amenaza de generar más impuestos en caso de que no haya resignaciones presupuestarias muestra a un grupo gobernante empeñado en profundizar una política fiscal contraria a los intereses, la economía y la calidad de vida de los sectores más vulnerables de la población.
En suma, los elementos de juicio disponibles hacen inevitable suponer que los diálogos
realizados en días recientes no obedecieron a una voluntad de formular, en forma consensuada, nuevas políticas de seguridad pública, sino a un afán del gobierno federal por aparentar apertura y civilidad o al afán de imponer a los interlocutores la visión estrecha, simplista y, a fin de cuentas, ineficaz, que ha guiado la acción gubernamental en materia de seguridad pública de diciembre de 2006 a la fecha.