uando se invade un país, tiene que haber ahí un primer soldado, y de la misma forma, tiene que haber un último.
El primer hombre al frente de la primera unidad de la primera columna del ejército estadunidense invasor que llegó a la plaza Fardous del centro de Bagdad, en 2003, fue el cabo David Breeze, del tercer batallón del cuarto regimiento de los marines. Por esa razón, cuando platiqué con él, hizo énfasis en que él no era un soldado porque los marines no son soldados. Son marines. Comentó que no había hablado con su mamá en dos meses y por ello, previsiblemente, le ofrecí mi teléfono satelital para que llamara a su hogar en Michigan. Todos los periodistas sabemos que tendremos una buena historia si le prestamos nuestro teléfono a un soldado durante la guerra.
Hey, hola
, vociferó el cabo Breeze. Estoy en Bagdad. ¡Llamé para saludarlos! Estoy bien. ¡Los quiero! La guerra terminará en unos cuantos días. Los veré pronto
. Sí, todos pensaban que la guerra terminaría pronto y nadie consultó a los iraquíes sobre esta reconfortante noción. Los primeros ataques suicidas –un policía en un auto y después dos mujeres, también a bordo de un vehículo– ya habían dejado víctimas estadunidenses a lo largo de la carretera con destino a Bagdad. Iba a haber 100 más en los años siguientes. Irak, en el futuro, vivirá otros 100.
No debemos tragarnos la tontería que ocurre en las últimas horas a lo largo de la frontera con Kuwait: el retiro de las últimas tropas de combate
dos semanas antes de lo anticipado, ni tampoco las proclamas infantiles de que ganamos
lanzadas por soldados adolescentes que deben haber tenido 12 años cuando George W. Bush envió a su ejército a esta catastrófica aventura iraquí.
Se quedarán en el territorio de Irak más de 50 mil hombres y mujeres; una tercera parte del total de la fuerza de ocupación que seguirá siendo atacada y que tendrá que continuar la lucha contra la insurgencia.
Sí. Oficialmente los que se quedan deberán entrenar y convertir en tiradores y milicianos a los más pobres de entre los pobres que ahora forman el nuevo ejército iraquí, cuyo comandante no cree que esté listo para defender el país antes de 2020.
La ocupación, no obstante, continuará, pues uno de los intereses estadunidenses
será proteger su presencia misma. Además se quedan miles de mercenarios armados e indisciplinados, tanto de Oriente como de Occidente, que andan disparando por todo Irak para salvaguardar a nuestros preciados diplomáticos y empresarios. Así que digámoslo abiertamente: No nos vamos.
En cambio, los millones de soldados estadunidenses que han pasado por Irak trajeron al país una plaga; una infección que se llama Al Qaeda. Esta provenía de Afganistán, país por el que tanto interés mostró Washington en 2001 y por el que volverá a interesarse a medida que se retiren
de ahí también el año próximo. En Irak quedó la enfermedad de la guerra civil. Se inyectó en el país la corrupción a gran escala. Se dejó el sello de la tortura en Abu Ghraib, prisión en que se retomó el honroso pasado de abusos que se aplicaba durante el mandato vil de Saddam Hussein. Claro, antes dicho sello de tortura quedó en Bagram y prisiones secretas en Afganistán. Irak, tras la invasión, queda convertido en un país sectario. El gobierno de Hussein, con todo y su brutalidad y corrupción, supo conservar unidos a sunitas y chiítas.
Dado que los chiítas serán quienes gobiernen esta nueva democracia
, los soldados estadunidenses dieron a Irán la victoria que en vano buscaron durante la terrible guerra contra Hussein, de 1980 a 1988. Ciertamente, hombres que atacaron la embajada de Estados Unidos en Kuwait en los malos tiempos pasados –hombres que fueron aliados de los atacantes suicidas que hicieron estallar la base de los marines en Beirut en 1983— ahora gobiernan Irak.
Entonces el movimiento Dawa era de terroristas
, pero ahora son demócratas
. Qué gracioso que ahora olvidamos a los 241 soldados estadunidenses muertos en esa aventura en Líbano. En ese entonces, el cabo Breeze debió tener dos o tres años de edad.
La enfermedad se extendió. El desastre estadunidense infectó a Jordania con Al Qaeda, lo que se manifestó con los ataques con bomba contra un hotel en Ammán, y luego enfermó a Líbano nuevamente. El arribo de hombres armados del movimiento palestino Fatah al campamento palestino de Nahr al Bared, en el norte de Líbano, la guerra de 34 días con el ejército libanés y las numerosas muertes de civiles fueron resultado directo del levantamiento sunita en Irak. Después, el Irak invadido por Estados Unidos volvió a contagiar a Afganistán con atacantes suicidas; el combatiente que se autoinmola convirtió a los soldados estadunidenses, que eran hombres que peleaban, en hombres que se esconden.
De cualquier modo, ahora están muy ocupados rescribiendo la narración. Murió al menos un millón de iraquíes. Al ex primer ministro británico Tony Blair no le importan, pues nunca los ha mencionado entre sus agradecimientos ni comparten las regalías de sus escritos, lo mismo que la mayoría de los soldados estadunidenses.
Vinieron, vieron y fracasaron. Y ahora dicen que triunfaron. Los árabes que sobreviven con sólo seis horas diarias de suministro eléctrico en su desolado país deben esperar que victorias como ésta no se repitan.
© The Independent
Traducción: Gabriela Fonseca