Opinión
Ver día anteriorViernes 20 de agosto de 2010Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Entre la esperanza y la muerte
O

tra tragedia humanitaria de desastrosas proporciones viene a recordarnos que el ecocidio sigue y seguirá pasándonos factura. Las advertencias de las fatales e irremediables consecuencias del maltrato al planeta no han sido escuchadas. A ello se agregan el desprecio por la vida del semejante y el egoísmo, el narcisismo patológico y la insaciabilidad de los poderosos. No se respetan los tratados internacionales para combatir la contaminación. Lo que cuenta es atesorar fortunas, las vidas humanas son lo de menos; no cotizan en las bolsas de valores.

Dos caras del desastre ecológico: sequías e incendios devastadores por un lado mientras, por el otro, inundaciones catastróficas devastan poblaciones enteras y producen daños materiales y humanos inconmesurables. No acabamos de sobreponernos a los desastres acontecidos en nuestro país a causa de las lluvias torrenciales, cuando nos sacude la noticia de la tragedia en Pakistán.

En un país donde entre 30 y 40 por ciento de la población padecía ya de desnutrición, ahora, tras las terribles inundaciones, 3.5 millones de niños están amenazados de muerte por la altísima probabilidad de ser víctimas de enfermedades infecciosas, como el cólera, que puede acabar con su vida en menos de 24 horas. El coordinador de emergencias del Fondo de Naciones Unidas para la Infancia (Unicef) afirma que ya tienen reportados 36 mil casos de cuadros diarreicos agudos, de los cuales 1 por ciento podría corresponder a dicha enfermedad. Resulta escalofriante la cifra: 20 millones de personas afectadas inmersas entre el caos y la desesperación extrema.

La Organización de Naciones Unidas ha solicitado 495 millones de dólares para paliar esta tragedia; tan sólo ha recibido (cómo era de esperarse) la cuarta parte. La codicia viste ropajes de desvergüenza. ¿Cuánto se pagó por los rescates financieros que nos llevaron a una crisis mundial funesta a todo nivel, debido a la corrupción y la avaricia de banqueros, políticos y secuaces? ¿Cuántos delincuentes de cuello blanco siguen recibiendo bonos por millones de dólares, como cínica y paradójica recompensa por su pillaje? ¿Cuántos millones gastan ciertos aristócratas, políticos y millonarios en general (urbi et orbi) en ceremonias suntuosas que son una verdadera ofensa para los millones de personas que la miseria y la hambruna condenan a muerte desde antes de nacer? Y éstos son tan sólo unos cuantos de los dislates que entrelazados e interconectados como nudos gordianos bien amarrados desde el poder y la perversión conducen a tantos millones de seres a la condena de la marginalidad extrema.

Me horroriza que el hombre se haya convertido en una máquina de olvidar. Todos los días los medios de comunicación nos traen malas noticias. Muchas nos conmueven de verdad, pero al día siguiente las borramos de nuestra memoria. Hoy casi nadie recuerda la tragedia de Haití y pocas son las personas que saben que hay más de 200 mil haitianos durmiendo bajo toldos de plástico en las tristes ruinas de Puerto Príncipe, aguardando que un huracán les robe tan precario techo.

Es irónico que los habitantes de Pakistán que sufren las inundaciones puedan llegar a morir por carecer de agua potable. Los paquistaníes tienen la esperanza de que la ayuda internacional los alcance antes que la muerte. En su desesperación saben, en palabras de Álvaro Cunqueiro, que el hombre precisa, en primer lugar, como quien bebe agua, beber sueños.

Si la humanidad no es capaz de solidarizarse con los pueblos que sufren desastres naturales y hambre podría cumplirse la profecía de Cioran: El árbol de la vida no conocerá ya primavera; es madera seca; de él harán ataúdes para nuestros huesos, nuestros sueños y nuestros dolores.