a semana de la Asunción en París me recuerda la Semana Santa de la ciudad de México: las calles desiertas se extienden tranquilas en toda su amplitud. Semana lluviosa. Como cada año, los precios –metro, electricidad y tantos otros– aumentan. Se aprovechan las vacaciones para llevar a cabo decisiones que podrían levantar protestas masivas: este año se expulsa a los roms, la gente de viaje
, como se denomina con el lenguaje eufemístico de la política correcta a los grupos nómadas.
Como cada año, la canícula estalla a mediados de agosto: géiser celeste, la cascada de trombas de agua no cesa de caer sobre París desde el sábado a mediodía. Nada dejaba prever el aguacerazo que me dejó atrapada, durante más de dos horas, bajo el toldo de la terraza de un café. Al contrario, después del chubasco del viernes por la noche, que alargó la plática de sobremesa con uno de mis más viejos amigos, Felipe Campuzano, y Clara Martha su mujer, ambos de paso por esta ciudad, el cielo amaneció límpido.
El sonido de la lluvia puede ser obsesionante cuando no cesa. Por fortuna, su ritmo cambiaba, el fragor de las gotas estrellándose en el pavimento se calmaba antes de volver a adquirir la violencia del torrente y el furor del ruido. Con suavidad, poco a poco, al atardecer del sábado, una segunda voz se fue instalando en ese goteo coral. Una voz se impuso, acompañada de ecos y otros repiques: las campanas de Notre-Dame anunciaban la Asunción.
Como el lugar donde vivo es el centro de un triángulo, cuyos vértices son la catedral de Notre-Dame y las iglesias de Saint Severin y de Saint Nicola (sede de los integristas), el repique de campanas terminó por acallar el de la lluvia. Y despertar el recuerdo, ¿y remordimiento?, que me vuelve a cada Asunción.
Piso 28 de una torre al sur de París. Veo caer, sordo y mudo, el aguacerazo del 15 de agosto. Escucho a lo lejos, muy lejos, las campanas. Ahí, donde vivo, no se oye nada del murmullo de la ciudad. A veces, se ve un pájaro volar. Tocan con fuerza a mi puerta. Con demasiada fuerza. Cuando abro, un hombre empapado se precipita al interior, cierra la puerta y se esconde tras una cortina. Lo reconozco: es un sueco a quien ya he recibido en verano. Padece la enfermedad del Parkinson, su mano derecha tiembla sin cesar y él cree ocultar ese temblor metiendo la mano en el bolsillo de su pantalón –lo cual sólo da lugar a pecaminosos pensamientos. Cuando logro calmarlo, él trata de explicarme, en una mezcla de francés, inglés y otras lenguas, que lo persiguen. ¿Quién? Olaf. Y su padre. Quiere que lo ayude a obtener asilo político en México, en Cuba, donde sea. Sabe que es difícil aceptar un perseguido sueco. No se engaña, me murmura extenuado. Narra su escapatoria de Suecia, lleva dos días viajando, cambiando de transportes. No cesan de interrogarlo, debo ayudarlo. No debo preguntar, él sabe que no debe responder. Ese es su trabajo. Lo oigo y lo miro como oigo y miro la lluvia.
Cuando, al anochecer irrumpe su mujer, creo haber entendido: el trabajo, privilegio
conseguido por su padre, amigo del rey, consiste en dejarse interrogar durante horas. Para ejercerlo, sólo se necesitan el cerebro y la voz, el mal de Parkinson no es un impedimento. Los aprendices de la inteligencia secreta, si quieren pasar el examen, deberán hacerlo confesar
. Tienen cinco días. Mi esposo trabaja sólo cinco días, me dice su mujer. No hay torturas, todo se hace como se debe, a las cinco de la tarde está libre.
Yo confieso cuanto antes, cierto, Pero a veces no saben preguntar. Y las cosas duran. Trato de adivinar qué quieren que diga, ellos mismos no lo saben. Y pasan las horas, ellos preguntando y yo adivinando de qué debo ser culpable.
La mujer me repite que es un privilegiado antes de despedirse y asegurarme que no volverá a molestarme su marido.
En efecto, nunca volví a verlo. Para qué preguntarme: en cada pregunta está la respuesta.