n el modesto tugurio que tiene don Renato Raúl, comerciante callejero de lo que se puede, en la Nueva Chimalhuacán, apareció don Zenaido en el momento en que, en torno a una vieja y rota mesita con sillas aún más rotas y desiguales, por todo ajuar, don Renato su mujer, sus hijos, su suegra y una hermana enferma, se encontraban dispuestos a entrarle a un caldito. El caldo, cocido con huesos y huesitos, emanaba vapores que movían a excitación y prolongaban el oloroso aroma del rico y clásico adobo bien enchilado.
Armados de tortillas recién hechas, con júbilo indefinible, los familiares de don Renato Raúl trataban de tomar un hueso para chupar y luego usar su tortilla como mantel, plato, cubiertos, loza y servilleta. En tan solemne momento, don Zenaido, compañero de partido, compadre, socio y carnal de don Renato, tras los saludos de rigor y los cumplidos propios del barrio exclamó: ¿Ton’s quí onda? ¿Cómo de qué o qué? –y recibió el esperado: ¿No gusta un taquito, compita? A lo que contestó: Gracias, carnalito, no más vengo a proponerte una coyoteadita.
¿No gusta? –volvió a preguntar la mujer de don Renato. Le agradezco mucho su atención comadrita, ya sabe, ya comí, pero para no hacerle el desaire, le daré una probadita. Al punto, don Zenaido metió mano por debajo de su camisa, se sacó un pavoroso cuchillo de filo curvo y se fue a la cazuela a fondo, extrayendo el hueso mayor acompañado de su sabroso tuetanito. Cogió luego una tortilla y con el cuchillo raspó toda la sustancia de la suculenta gracilla que embarró en la tortilla, al tiempo que le decía a la comadre: Ay comadrita, ¿no tendrá unos chilitos verdes?, mismos que la comadrita picaba hábilmente en la tortilla, a la vista hambrienta de los demás comensales. No contento, al terminar pinchó, después de escarbar el contenido, otro hueso grande ante las terribles miradas de ira y enojo, y los flamígeros rayos que le lanzaban los demás, que ni a melón le supieron porque no se enteró, entretenido, como estaba, en la operación de destuetanizar el nuevo hueso.
Al dar fin a su segundo taco, volvió a la cazuela, y cuando iba por su tercer hueso, lo detuvo el brazo de don Renato Raúl, quien grave y ceremonioso le dijo: Mire, compita, usté me va a permitir, tá bien que seamos carnalitos y esta sea su casa, pobre y todo, y yo lo invité un taquito; pero a lo que no lo invité es a que venga a pinchar, y menos a picar.
–A picar y pinchar vaya usted a la Plaza México, a ver si es tan picador, jijo de su... Al tiempo que se armaba la grande.
Una más de las miles de escenas que genera y generará la falta de huesitos para chupar.
Así me imagino que serán los festejos del bicentenario de la Independencia y del centenario de la Revolución en muchos de los hogares mexicanos empobrecidos por los gobiernos neoliberales que hemos padecido desde hace más de tres décadas.