egún datos de la Cruz Roja Mexicana, más de 600 mil personas han sido damnificadas a causa de las inundaciones provocadas por las lluvias torrenciales en estados del noreste y el sur del país. En Tabasco, la Dirección de Protección Civil estatal informó que el número de afectados por la creciente de ríos a causa de las precipitaciones superó 130 mil personas. En Veracruz, en tanto, la cifra de damnificados ascendió a más de 200 mil, y las afectaciones en los caminos y puentes, así como en la infraestructura pública de los municipios del centro y sur de la entidad, superaron mil 500 millones de pesos. A las cifras anteriores deben añadirse la devastación provocada por las lluvias en Oaxaca –que ha afectado a 250 de los 570 municipios de la entidad y ha arrojado un saldo preliminar de 290 mil damnificados– y los estragos provocados por la tormenta tropical Hermine en Tamaulipas, donde en días previos fueron evacuadas unas 3 mil personas.
Ayer, en el contexto de la entrega de ayuda a los afectados por el huracán Álex en Nuevo León, el titular del Ejecutivo federal, Felipe Calderón Hinojosa, dijo que su gobierno trabaja codo con codo
para enfrentar la emergencia que se vive en el Golfo de México y el sureste del país, y afirmó que el día de mañana estaremos apoyando a las familias de Veracruz, Oaxaca y Tabasco para que aquellas que hayan perdido su casa o sus pertenencias también las puedan recuperar
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Preferible a esta promesa habría sido la aplicación de las medidas correspondientes para evitar la circunstancia de desesperación y zozobra por la que atraviesan cientos de miles de mexicanos afectados, y que persistirá –y acaso se agudizará– en meses próximos, de acuerdo con los pronósticos del Servicio Meteorológico Nacional. En cambio, la actitud gubernamental, y no exclusivamente en el ámbito federal, ha puesto de manifiesto una vez más la falta de planificación, la negligencia y la indiferencia hacia el sufrimiento humano, lo que representa una omisión inexcusable en una parte fundamental del ejercicio de gobierno en todos sus niveles.
Desde luego, los fenómenos naturales son inevitables. Sin embargo, responsabilizar de la problemática actual al calentamiento global
y a las alteraciones severas
que éste produce en la temperatura promedio y el clima de la Tierra –como hizo Calderón el pasado martes– evidencia un designio inaceptable de equiparar procesos naturales con catástrofes humanas: estas últimas, a diferencia de los primeros, sí pueden prevenirse; su surgimiento es consecuencia, en buena medida, de un sistema político-económico que devalúa la vida humana y tiende a distribuir de manera inequitativa los riesgos de la geografía, casi siempre en perjuicio de los sectores más desprotegidos.
Mención aparte merecen los señalamientos formulados ayer por el gobernador de Tabasco, Andrés Granier, de que las últimas cuatro inundaciones registradas en esa entidad pudieron haberse evitado si el gobierno federal –en específico, la Comisión Federal de Electricidad– hubiera evitado que las presas hidroeléctricas sobrepasaran su capacidad. Tales acusaciones ponen en perspectiva una práctica que ha sido denunciada por diversos sectores: que el gobierno federal ha evitado el desfogue regular de presas en diversos puntos del país para procurar ganancias a empresas privadas de electricidad.
En la hora presente lo menos que podría esperarse de la autoridad tabasqueña es que proceda por las vías penales correspondientes a fin de que se investigue la adopción de decisiones literalmente catastróficas. Si tales conductas son ciertas, la causa de los desastres no reside tanto en lluvias, tormentas y ciclones, sino en prácticas humanas corruptas e inconstitucionales.