oronto, 16 de septiembre. Una de las sorpresas del festival de Toronto ha sido que Werner Herzog hizo una película en 3D. No es, como podría pensarse, un sometimiento al sistema. Se trata más bien de un documental: Cave of Forgotten Dreams (La cueva de los sueños olvidados), producido por History Channel, en el cual el iconoclasta realizador alemán muestra las pinturas rupestres de Chauvet, descubiertas apenas en 1994.
En la que es quizá su realización más convencional, de sentido incluso didáctico, Herzog acompaña a un grupo reducido de arqueólogos para filmar desde diversos ángulos, bajo luces especiales no generadoras de calor, las extraordinarias pinturas hechas por hombres de hace 30 mil años. Por una vez, el sistema 3D cobra sentido y utilidad que rebasan al gimmick, pues uno se siente dentro de ese espacio privilegiado, en una experiencia que se antoja táctil. En trazos en carbón de caballos, leones, rinocerontes y bisontes se aprovecharon los contornos de la cueva para darle un particular volumen y fluidez a las pinturas. La línea estilizada, la sugerencia de movimiento, las imágenes sobrepuestas de animales no dejan duda de que los primeros artistas modernos datan del Paleolítico.
Herzog no ha perdido la capacidad de transmitir su asombro al espectador. Una y otra vez, vuelve a esas pinturas como para cerciorarse de que existen. A manera de epílogo, el cineasta concluye con un añadido inquietante: cerca de las cuevas de Chauvet, un reactor nuclear ha favorecido, con su cambio climático, un criadero de cocodrilos, muchos mutantes albinos. ¿Será cierto o sólo una de las puntadas excéntricas de su autor? Cave of Forgotten Dreams, como lo mejor de Herzog, nos permite ver al mundo desde una perspectiva diferente, mágica.
Nadie hubiera esperado tampoco que el cuarto largometraje de Kelly Reichart, Meek’s Cutoff, fuera un western. Tras hacerse un nombre en el cine independiente estadunidense con Old Joy (2006) y Wendy and Lucy (2008), ahora la directora sitúa su historia en 1845, cuando un pequeño grupo de pioneros se pierde en tierras desérticas por seguir a un guía poco confiable. Es un enfoque naturalista de la conquista del Oeste, que prescinde casi de la violencia, resalta al personaje femenino y utiliza la figura del nativo americano para señalar los prejuicios y temores del blanco.
Reichart filma de manera sencilla, valiéndose de su buen sentido de la composición y actores conocidos en interpretaciones tan calladas que, en ocasiones, no se alcanzan a escuchar sus diálogos. Aunque Meek’s Cutoff no se perfile como clásico, sí es una válida aportación a un género en desuso.
Curiosamente, el habitualmente desorbitado Takashi Miike ha escogido el tradicional género del jidai-geki –que algunos consideran el equivalente japonés del western– para hacer Jûsan-nin no shikaku (13 asesinos), única película de corte clásico que le conozco. También situada a mediados del siglo XIX, la acción refiere a un número específico de guerreros en misión imposible, como Los 47 ronin o Los siete samuráis. La trama es igual de lineal: ante los crímenes sádicos de quien heredará el cargo de Shogun, se decide que la única opción sensata será matarlo junto a su ejército. Un samurái maestro se encargará de reclutar a los pocos colegas que quedan, pues Japón ha vivido un largo periodo de paz.
Una vez que los 13 héroes han diezmado al ejército con trampas y explosiones, comienza el profuso combate cuerpo a cuerpo, a golpes de catana. El puro rebane, pues. Sin embargo, Miike se ve por una vez medido y no hay detalles gore en el derramamiento de sangre. La violencia gráfica es tan rápida y escueta, digamos, como en un jidai-geki de Kurosawa. Tal vez el singular cineasta quiso demostrar que podría filmar una película fiel a las convenciones de un género, sin excesos ni delirios, con la estética y fuerza épica de sus antecesores. Misión cumplida.