yer se conmemoraron 25 años de los sismos que sacudieron al centro del país y que causaron una inconmensurable destrucción humana y material en la ciudad de México. Por una cruel coincidencia, la fecha encontró al país ante una nueva situación de emergencia, esta vez por la entrada del huracán Karl a Veracruz, a la que se sumaron lluvias pertinaces en varias entidades de la República.
Hace un cuarto de siglo, el terremoto dejó al descubierto a un gobierno indolente, pasivo e inercial, que no fue capaz de reaccionar en forma adecuada ante las circunstancias, pero puso también en evidencia viejas lacras humanas: la voracidad de empresas inmobiliarias y constructoras que fabricaron edificaciones endebles, la corrupción de autoridades que se hicieron de la vista gorda ante flagrantes violaciones a los reglamentos de construcción e industrias textiles que sobrexplotaban y maltrataban a sus obreras, por no hablar de los cadáveres encajuelados que fueron encontrados, de manera fortuita, en la sede de la procuraduría capitalina. Ante la parálisis oficial, la población capitalina se volcó a las calles y se organizó en forma espontánea para rescatar a los sobrevivientes, asistir a los lesionados y damnificados y enterrar a los muertos; esa reacción cívica prefiguró una transformación política perdurable en el Distrito Federal.
Los sismos, los huracanes y otros fenómenos naturales no son predecibles, pero sí previsibles. En 1985 se sabía –se supo desde siempre– que la ciudad de México estaba asentada en una región de gran movimiento geológico y, sin embargo, se toleró la proliferación de construcciones inadecuadas y se permitió la falta de mantenimiento a edificaciones antiguas y recientes. Significativamente, la mayor parte de los inmuebles que se vinieron abajo habían sido construidos en la segunda mitad del siglo XX. De la misma forma, en la extensa franja de territorio nacional que está expuesta a huracanes, año con año se producen afectaciones considerables a la población, por más que se conozcan de antemano las probabilidades de incidencia de tales fenómenos. Otro tanto puede decirse de los asentamientos en terrenos con riesgo de deslave o inundación.
Desde esta perspectiva, hablar de desastres naturales
es recurrir a un eufemismo para encubrir ineptitudes, imprevisiones, actos de corrupción e historias de ambición y lucro desmedidos e irresponsables, y para presentar las consecuencias como inevitables. Pero no lo son: los desastres son causados, más bien, por un orden social que coloca a los habitantes más pobres encima de fallas geológicas y de terrenos minados, en las inmediaciones de corrientes naturales, en las faldas de los cerros o en la ruta de los ciclones, y que permite edificaciones incapaces de resistir el embate de los fenómenos atmosféricos y movimientos geológicos habituales del planeta.
En esta lógica, las trágicas circunstancias actuales en Veracruz, Tabasco, Puebla, Hidalgo y otras entidades anegadas es, como fue el terremoto de 1985 en el valle de México, un desastre humano.
La contingencia inmediata demanda una rápida y solidaria reacción de la ciudadanía para auxiliar a los damnificados por Karl y por las intensas lluvias precedentes. Sea cual sea el grado de efectividad de las autoridades federales, estatales y municipales para hacer frente a la catástrofe, la población no puede inclinarse hacia la indiferencia y debe apoyar a los connacionales que han resultado afectados. Asimismo, debe exigir que la ayuda fluya de manera ágil, que llegue a quienes más la necesitan, que se administre con absoluta probidad y que su reparto sea ajeno a lógicas corporativas, clientelares o facciosas Pero, en una perspectiva más amplia, resulta inexorable reflexionar sobre la incapacidad y la falta de voluntad crónicas –e incluso históricas– de los gobernantes para la previsión.