n una pequeña sala casi escondida del Museo del Judaísmo en París, fotos de Frédéric Brenner tomadas en 1984, historia de una comunidad de la provincia de Maharashtra, cerca de Bombay, que pertenece a una de las tres ¿sectas? de judíos que ha habido en la India desde el comienzo de la diáspora. Son completamente indios, ninguna diferencia, las mismas posturas acuclilladas, la comida en el suelo de tierra apisonada, las vacas siempre flacas echadas a la puerta de la sinagoga, idéntica a cualquier templo indio de suburbio, las facciones, las cabelleras, los andrajos, son los mismos, difieren por sus ritos y sus usos alimentarios de las otras religiones practicadas en ese subcontinente, y a pesar de todo han asumido que en el mundo existen castas, la de los intocables es para ellos la de los judíos que provinieron de Europa, los blancos, para ellos, la casta superior es la de los negros.
Visito ese museo situado en el Marais, en París, un barrio famoso por lo menos por dos razones: en él se libraron muchas de las batallas de las guerras de religión –la Fronda– durante el reinado de Catalina de Médicis, regente de Francia, lugar donde aún se conservan admirablemente bellísimos edificios que datan de los siglos XVI, XVII y XVIII, como el que alberga el museo al que me estoy refiriendo, porque antes de la Segunda Guerra Mundial –y esta sería una segunda razón– el barrio ya en decadencia se había casi convertido en un gueto judío, de donde sus habitantes fueron deportados a distintos campos de concentración y asesinados, como puede verse de manera fehaciente en uno de los muros del edificio en el cual Christian Boltansky, artista francés de origen judío, colocó letreros –a la manera de las placas que designan calles– los nombres, profesiones y fechas de nacimiento y muerte de los habitantes de un solo inmueble: joyeros, colegiales, amas de casa, sastres, conserjes, panaderos, etcétera.
Según la ley judía, el sábado es un día sagrado, de reposo absoluto, lo sabemos bien, todas las religiones dedican un día de la semana a adorar exclusivamente al Creador. Ese día empieza al caer el sol, el viernes por la tarde; desde ese momento no se puede transportar ningún objeto fuera del recinto familiar.
El libro de la Ley, la Torah, menciona sin embargo y como excepción a las ciudades o pueblos circundados por una muralla que, por el hecho mismo de estar protegidos, pueden considerarse como una extensión del dominio privado. Actualmente, ya no hay murallas que rodeen y protejan a las ciudades. Con todo, las religiones viven de reglas inmutables y de excepciones a esas reglas: es posible crear espacios simbólicos que cumplan con la misma función que las murallas, los eruvim, hilos, tubos o postes de acero galvanizado que delimitan un espacio privado por el que los creyentes pueden deambular con los objetos que crean necesarios.
Esa forma de recordar a seres anónimos es la posibilidad de recordar que fueron seres humanos despojados de su propia muerte, sacrificados por una arbitrariedad inhumana como la que en este momento se está registrando en México gracias al esfuerzo de Alma Guillermoprieto, quien con escritores, intelectuales y artistas construye un altar simbólico de muertos en memoria de los 72 inmigrantes exterminados hace muy poco en el norte de nuestro cada vez más aberrrante país con la complicidad de sicarios y autoridades. Esos altares confeccionados con palabras o imágenes alusivas funcionan a manera de eruvim, marcan espacios distintivos y de apariencia prescindible como sucedería en la instalación de Sophie Calle, también exhibida en ese museo: en una sala pequeña delimitada por paredes blancas, se han colgado fotogra-fías de diferentes eruvim. La artista completa su instalación con una serie de tarjetas que relatan la historia de diversos personajes que en un lugar específico han sufrido algún accidente memorable que ha transformado por completo su vida.