ás de dos meses después del derrumbe en el yacimiento de San José, en el norte de Chile, dieron inicio las operaciones finales de salvamento de los 33 mineros que se encuentran a más de 600 metros de profundidad como consecuencia de ese siniestro. Es inevitable contrastar las maniobras mencionadas, en las que participan las autoridades chilenas y compañías mineras nacionales e internacionales, con la indolencia, rayana en lo criminal, que mostraron en su momento el gobierno y los empresarios mineros en México tras el accidente registrado en la mina Pasta de Conchos, de Coahuila. Cabe recordar que, en los días y meses posteriores al 19 de febrero de 2006, en vez de consagrarse a rescatar a los trabajadores enterrados, esclarecer los hechos y resolver las pésimas y peligrosas condiciones de trabajo de los mineros, el gobierno federal se dedicó a proteger y ocultar las responsabilidades de la parte patronal: Grupo Minero México y su propietario y presidente, Germán Larrea Mota-Velasco. Paralelamente, la presidencia foxista emprendió una campaña de hostilidad y persecución contra la dirigencia sindical que criticó las omisiones y negligencias de la compañía.
El gobierno chileno no podría ser calificado como hostil a los intereses de los empresarios –todo lo contrario– y las compañías mineras en Chile no son menos depredadoras que sus contrapartes en otros países, incluyendo México; sin embargo, la conducta de ambos sectores da cuenta de un mínimo sentido de responsabilidad y de respeto a la vida humana, elementos que, por desgracia, estuvieron ausentes en el episodio de hace cuatro años en nuestro país.
El comportamiento empresarial y gubernamental en Chile tiene aspectos positivos, pero exhibe también una indignante insensibilidad mostrada hacia la situación de los 300 sobrevivientes del accidente del pasado 6 de agosto, quienes se quedaron sin trabajo y hoy reclaman, sin la atención de los reflectores mediáticos, el pago de sus salarios atrasados. Por elementales razones de congruencia, la operación de salvamento de los 33 mineros atrapados debiera ser acompañada con las indemnizaciones correspondientes de todos los trabajadores afectados, dentro y fuera del socavón.
No obstante, resulta reprobable el afán de lucro político y económico con que el gobierno de Piñera y los medios de comunicación nacionales e internacionales han aprovechado el accidente en semanas recientes: mientras que el primero utiliza el rescate como escaparate político, los segundos se han encargado de convertir la difícil situación de los mineros atrapados en un circo mediático, cuya motivación última no es precisamente el bienestar de los trabajadores y sus familias, sino la generación de oportunidades de negocio y el incremento de audiencias. La conversión en reality show de una circunstancia trágica en la que han estado en peligro tres decenas de vidas humanas, así como la transformación del sufrimiento y el riesgo en un producto de entretenimiento y promoción de imagen política son, por donde se les vea, una inmoralidad.
Los accidentes como el ocurrido en San José son frecuentes y hasta abundantes en el mundo, y suelen terminar con pérdidas de vidas. La comunidad internacional debe emprender una revisión a fondo de las consecuencias nefastas y devastadoras de la minería en términos ambientales y sociales, y atender las condiciones de precariedad, inseguridad y explotación en que viven los mineros en casi todo el mundo. Hoy día, la extracción de minerales configura uno de los contrastes más perversos de la economía global, pues no sólo produce enormes márgenes de ganancia para los conglomerados trasnacionales que la practican, sino también vastas cuotas de sufrimiento humano y destrucción comunitaria y ecológica. Los ejemplos abundan: desde los episodios de mineros accidentados en México y Chile hasta los recolectores de diamantes en territorio africano, pasando por los estañeros de Bolivia, los legendarios extractores de carbón de la cuenca minera de Asturias y los trabajadores de los yacimientos en China, donde los derrumbes, las explosiones y las inundaciones en minas cobran vidas humanas con una frecuencia inaceptable, en accidentes que podrían evitarse si se exigiera a las corporaciones mineras mayores inversiones en seguridad.
En suma, los gobiernos del mundo debieran tomar el episodio comentado como ejemplo, y consagrarse a regular en forma rigurosa a las firmas que operan en ese sector económico, ciertamente indispensable, a efecto de reducir su peligrosidad y su escandalosa capacidad de destrucción humana, social y ambiental.