isto desde una perspectiva histórica, el concepto de multitud es tan antiguo como el cristianismo mismo (o más aún, si se piensa en la tradición gnóstica). En rigor, es difícil entender el rapidísimo ascenso del cristianismo temprano sin un término que le permita formular un fin último en el que tienen cabida todos los que viven bajo la soberanía del imperio (romano) sin importar su origen, credo, estatus o incluso la posición que ocupan en el imperio mismo.
El seremos multitud
, que suele atribuirse a la teología del siglo I, denota en realidad uno de los puntos nodales de la ruptura filosófica, moral y, sobre todo, política que provocan las prácticas (discursivas) de Jesús en el orden de la Antigüedad: una idea que combina la postulación de un futuro (la transformación del telos imperial bajo un nuevo credo) con una oferta para organizar y movilizar el presente inmediato. Jesús no pretende derrocar al imperio; se propone, obviamente, algo más sutil: apropiárselo. Sin la noción de multitud –entendida como proyecto de futuro–, la idea ya medieval de la evangelización
, por ejemplo, que caracterizó a las cruzadas (o más tarde a la expansión de España en el Nuevo Mundo) habría sido inconcebible.
Sólo hasta el siglo XVII, los usos del término empiezan a adoptar una connotación en la que lo religioso se entremezcla en las formas más extrañas con apelaciones a lo civil. Los tumultos que precedieron a la insurrección de Cromwell son estigmatizados por la corona inglesa como multitudes del demonio
( devil’s multitudes). En principio, se trata de revueltas populares que luchaban por hacerse de alimentos durante colapsos climáticos (asaltos a las bodegas de granos, que en España se llamaban alhóndigas) o bien, de tierras con mejor riego o más benignas. En ese orden absolutista, la acción de la multitud rebelde sólo podía explicarse como delirio, posesión o ritos paganos. Aunque la noción de multitud demoniaca
proviene en rigor, como lo han mostrado las historiadoras dedicadas a estudiar las acciones de la Inquisición contra las mujeres, de la retórica del papado en el momento en que la Iglesia emprende la larguísima cacería de brujas
que identificó su política durante dos siglos. Hacia el siglo XVII, ligar el concepto masivo de multitud al de bruja significaba potenciar un incendiario fantasma: el epíteto que la Iglesia daba a las mujeres que se encargaban del cuidado de las mujeres (partos, métodos premodernos de anticoncepción, alivio sicológico, etcétera). La Inquisición quemó a miles en toda Europa para propiciar, entre otros efectos, el sentimiento de la multitud demoniaca
. Una cruzada de exterminio. Acaso la primera versión del genocidio en la historia moderna.
Hacia principios del siglo XIX, el imaginario moderno invirtió el significado antiguo de la multitud de Betsabé
y le confirió atributos heroicos. Con la revolución francesa y sus masas sublevadas
(descripción acuñada por el anarquismo de Babeuf), con la entronización del concepto de pueblo
, que la modernidad debe en gran medida a Michelet, la multitud deviene un sujeto político de la rebelión: la agencia o el territorio de la ruptura con el antiguo régimen. Todo el imaginario político del siglo XIX y la primera mitad de XX están signados por este fantasma. Desde la toma del Palacio de Invierno por los bolcheviques hasta las revueltas sociales de los 30, las masas
(que es el amenazante equivalente de la multitud) será la escena de quienes imaginan a la figura que erradicará el capitalismo. Serán el fascismo y el estalinismo, los dos extremos del siglo XX, quienes reifiquen esta figura. Ahí la multitud deviene la antítesis del imaginario revolucionario: hombres-máquina, hombres-obediencia, prolongaciones del partido y el líder carismático. La parte más sutil de la intelectualidad crítica de una época, desde Ortega y Gasset hasta Walter Benjamin, se preguntan sin cesar: ¿quién es esta multitud que aniquila todas las diferencias?
Más recientemente, el tema ha renacido en la teoría política, sobre todo en los pensadores italianos, como Negri y Virno, para intentar designar el nuevo estatuto de lo político en el mundo global.
Una primera constatación: La política de las multitudes, o la multitud política, ha pasado de las plazas y las grandes avenidas a las pequeñas pantallas, ya sea el televisor o la computadora. La versión, ya posmoderna, de construir una expectativa, que la política contemporánea reduce a la aritmética fórmula de ganar mayorías
, sigue siendo vertebral para coaligar acciones que se propongan intervenir en el orden público. Lo que ha cambiado son los sujetos y los métodos. Atrás han quedado –por descrédito o por inadaptación– las nociones de masa
y pueblo
que asociaban la acción colectiva a un orden que suprimía el principio de individualidad. Y en su lugar aparece un movimiento, que es prácticamente digital, que conecta a miles, a veces a decenas de miles, o a millones, como en la campaña de Obama, a través de circuitos mediados por el mundo virtual. La multitud virtual es un sitio donde individuos y política se encuentran bajo el principio de individuación.
Pero existe, y es lo más evidente, otra forma de la multitud virtual. Una forma temible y terrible. La que movilizan los medios masivos y privados de comunicación. Una campaña política, una cruzada contra el aborto, el ataque contra un movimiento social, ya no tienen su sede en el parlamento ni en la calle, sino en los estudios de televisión. La centralidad que ocupa hoy la multitud virtual se ha vuelto de alguna manera apabullante. Es el consenso por medio del cual las industrias de la comunicación han empezado a apropiarse del orden político.