ecenas de miles de personas se manifestaron ayer en Alemania contra la decisión del gobierno de Berlín de ceder provisionalmente
una mina de sal de Gorleben –en la localidad de Wendland, en la Baja Sajonia— para el depósito de 123 toneladas de residuos nucleares, procedentes de La Hague, al norte de Francia. Del mismo modo, los inconformes rechazaron el plan nuclear de la coalición gobernante encabezada por Angela Merkel, el cual plantea el uso de las 17 plantas nucleares alemanas durante 12 años más de lo previsto, anulando así el cierre definitivo ordenado en 2001 y programado originalmente para 2022. Cabe recordar que la medida fue aprobada el mes pasado por el Bundestag (parlamento) alemán, a pesar de las protestas masivas y en contra de la declarada voluntad de una amplia porción de la población de ese país europeo.
Aunque los representantes de la firma Areva –propietaria de los residuos– han insistido en que este material está debidamente vitrificado y que su traslado no implica ningún riesgo, diversas organizaciones ambientalistas han advertido sobre su potencial nocivo: los desechos contienen el doble de la radiactividad emitida durante la catástrofe ambiental de Chernobyl (1986), y entre nueve y 10 veces la liberada por la bomba atómica de Hiroshima (1945). Ante semejantes cifras, es por lo menos cuestionable la actitud de la firma francesa, que ha calificado de ridículas
las advertencias lanzadas sobre el daño que podría causar el material trasladado.
Las muestras de inconformidad que hoy se viven en Alemania por los desechos atómicos –las cuales se han reproducido en mayor o menor medida en otras naciones, como Francia, España y Bélgica— ponen en relieve los riesgos que conlleva el manejo de ese tipo de energía en el mundo contemporáneo. Desde los inicios de operaciones de las centrales atómicas para la generación de energía, las potencias occidentales han elucubrado, sin éxito, sobre el mejor destino para los residuos que se producen a consecuencia de esta actividad, y han optado, en tanto, por medidas provisionales como depositarlos en fosas oceánicas o en socavones diversos, como se planea hacer en el caso que se comenta. Como es de esperarse, esta circunstancia ha generado diversas expresiones de rechazo de las poblaciones de los países o regiones a los que se envían estos materiales.
En el episodio de referencia, no deja de ser significativo que dos prominentes integrantes de la Europa comunitaria y poseedoras de industrias nucleares, como son Francia y Alemania, hostilicen, por un lado, a naciones que defienden su derecho a desarrollar energía atómica así sea con fines pacíficos –caso concreto Irán–, y permitan, por el otro, un manejo de los residuos radiactivos laxo y ajeno a las consideraciones ambientalistas.
La situación descrita pone en evidencia la necesidad de llegar a una solución responsable y definitiva en el manejo de estos materiales, que conjure expresiones de rechazo como la comentada y garantice la tranquilidad de las poblaciones afectadas.