n su visita a España, que terminó ayer, el papa Benedicto XVI, lejos de fortalecer la institucionalidad católica en ese país, dejó una estela de incordias que expresan, de manera fehaciente, el choque entre las realidades de la Europa moderna y un papado que se atrinchera en el dogmatismo medieval, en un autoritarismo repelente al desarrollo de las sociedades y en la hipocresía.
Desde antes de pisar suelo español, el pontífice lanzó una crítica sin pertinencia ni fundamentos al país anfitrión. Dijo a los periodistas que lo acompañaron en el vuelo de Roma a Santiago de Compostela que en España impera un fuerte laicismo, un anticlericalismo y un secularismo muy fuerte y agresivo... como experimentamos en los años 30
, en referencia al carácter laico de la Segunda República Española. El señalamiento es injusto, porque el Estado español, aun en contravención de su carácter aconfesional
, subsidia a la Iglesia católica local con más de 8 mil millones de dólares anuales y le otorga una condición de paraíso fiscal; es provocador, además, por cuanto obliga a recordar el condenable respaldo del alto clero español al alzamiento fascista que acabó con la República e instauró la dictadura franquista y a evocar, por añadidura, que esa rebelión militar contó con el intenso apoyo del Tercer Reich, en el que el propio Ratzinger fue integrante de las juventudes hitlerianas.
A ese dislate inicial debe agregarse el conjunto de posturas cavernarias mantenidas por el papado ante temas como los derechos reproductivos, las conquistas logradas por las mujeres durante el pasado siglo, así como las luchas de las minorías sexuales por remontar la discriminación, la homofobia y los prejuicios.
Si se tienen en cuenta esos antecedentes, no sorprende que Joseph Ratzinger haya sido recibido con frialdad en Barcelona, adonde acudió a consagrar el templo de La Sagrada Familia como basílica menor, y con manifestaciones de repudio en Madrid, donde se entrevistó con Juan Carlos de Borbón y con el presidente del gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero.
A su llegada a Santiago, Benedicto XVI retomó el exhorto a Europa, emitido en esa misma ciudad hace dos décadas por su antecesor, Juan Pablo II, en el sentido de que redescubra sus raíces cristianas
. Pero allí donde el difunto pontífice polaco congregaba a millones de fieles, el papa alemán no logró reunir más que a decenas de miles, y el dato habla del declive, al parecer indetenible, del liderazgo papal en el viejo continente y, en general, en el mundo.
El motivo de esa declinación está a la vista: sin contar con el carisma de Karol Wojtyla, Joseph Ratzinger prefiere colisionar con el mundo en lugar de comprenderlo; las sociedades desarrolladas contemporáneas, diversas y plurales, no se dejan reducir a la condición de feligresías, pero el integrismo vaticano no está dispuesto a dialogar con la gente: pretende, por el contrario, imponerle mandamientos que han de ser acatados en forma incondicional. Para colmo, en años recientes la autoridad moral del Vaticano se ha visto gravemente socavada por las muestras de complicidad para con los sacerdotes que agreden sexualmente a menores en diversos continentes y por la sospecha generalizada de que las redes de encubrimiento de tales delincuentes trascienden los obispados y arzobispados locales y llegan hasta Roma.
Semejante regresión no es una buena noticia. En el atribulado escenario internacional de nuestros días, la máxima dirigencia mundial del catolicismo tendría que desempeñar una función orientadora, esclarecedora y constructiva. Que el Vaticano y los altos mandos clericales de los países preponderantemente católicos opten por atrincherarse en posturas reaccionarias contra el laicismo institucional, contra los derechos de las mujeres, contra la educación sexual, contra las conquistas legales de gays, lesbianas, bisexuales y transgéneros y hasta contra las campañas de salud pública de prevención del sida, margina a la propia Iglesia católica y con ello se generan vacíos que pueden ser colmados por las diversas confesiones protestantes, por el Islam y por otras orientaciones religiosas históricas, pero que también son aprovechados por negocios disfrazados de religiones o por sectas que destruyen a sus seguidores.
A juzgar por sus antecedentes, Ratzinger no cambiará. Cabe esperar que su sucesor sea capaz de emprender la modernización y la apertura que los fieles católicos esperan de su Iglesia, y que ésta pueda encontrar en el mundo una función civilizadora y congruente con los valores que predica.