as cifras difundidas ayer por el Instituto Nacional de Estadística y Geografía sobre el nivel de desocupación en la población económicamente activa (PEA) ponen en entredicho las optimistas versiones del discurso oficial en esa materia. Apenas la semana pasada, el titular de la Secretaría del Trabajo y Previsión Social, Javier Lozano Alarcón, señaló que con el número de plazas laborales creadas entre junio de 2009 y octubre de 2010 se tenía ya un superávit
de más de 250 mil puestos de trabajo con respecto a las pérdidas registradas durante la reciente crisis económica, y celebró un nuevo máximo histórico
en el número de afiliados al Instituto Mexicano del Seguro Social.
Sin embargo, de acuerdo con las cifras del Inegi, 165 mil 49 personas perdieron su empleo en el tercer trimestre del año, y la tasa de desocupación actual se ubica en 5.6 por ciento de la PEA, cifra superior al 4.25 por ciento que se tenía en septiembre de 2008, antes del inicio de la crisis. A esto debe añadirse un ensanchamiento alarmante de las cifras negativas documentadas por ese instituto: al día de hoy más de 12 millones de personas –28 por ciento de la población ocupada– laboran en la economía informal, 74 mil más que en el trimestre anterior.
Estos datos no sólo permiten ponderar la persistencia del estado de postración en que se encuentra la economía nacional –al cumplirse un año de que Felipe Calderón declaró el fin de la crisis
–; evidencian, también, una distorsión inadmisible de la realidad laboral en el país: el que las estadísticas oficiales definan como personas ocupadas
a quienes se desempeñan en la economía informal –y los coloquen, en ese sentido, al mismo nivel que los trabajadores del sector formal– constituye una omisión inaceptable de las condiciones que imperan en ese sector, ajeno a los sistemas de protección social, asociado principalmente a tareas de poca productividad y bajos salarios, y en el que prevalecen, en suma, circunstancias de precariedad e inseguridad laboral incluso mayores a las que padecen el grueso de los trabajadores.
La desatención oficial ante el crecimiento de la informalidad implica, pues, la pérdida de un referente central de la real situación económica del país. Dicho extravío, por lo demás, confirma una propensión a gobernar desde una dimensión meramente formal, oficialista y ficticia, que profundiza el descuido y la desatención de los sectores más vulnerables y económicamente débiles de la sociedad.
Hasta ahora, el ensanchamiento de la informalidad ha representado –junto con la emigración indocumentada a Estados Unidos– una válvula de escape a la desesperanza y la zozobra de amplios sectores de la población, pero el gobierno no puede aspirar a que tal situación perdure por mucho tiempo sin que se configuren escenarios de descontento e ingobernabilidad. En esta circunstancia, la reorientación de las prioridades oficiales y el emprendimiento de la reactivación de la economía y el consumo interno son elementos de obvia necesidad para garantizar, de una vez por todas, la creación sostenida y real de puestos de trabajos suficientes y bien remunerados.