oy se conmemora el centenario del inicio de la Revolución Mexicana, la gesta armada que llevó al derrocamiento del régimen porfirista (1876-1911) y que derivó, con el paso de los años y tras las tareas del Constituyente de Querétaro y de los gobiernos sucesivos, en el establecimiento de los principios, las instituciones y las políticas de Estado que articularon los grandes consensos nacionales durante buena parte del siglo XX: la consagración de los derechos sociales de obreros y campesinos; la reforma agraria, el régimen de economía mixta (con participación privada, estatal y social); el derecho a la educación pública laica y gratuita; la seguridad social y la visión del Estado como factor de la redistribución de la riqueza y el desarrollo económico, entre otros.
Es manifiesta y significativa la incomodidad que genera en el grupo en el poder la celebración de este episodio histórico y su legado. Así lo revelan, por ejemplo, el carácter tan insustancial como dispendioso de los festejos conmemorativos; el acento marcadamente menor en la conmemoración de esta efeméride republicana, sobre todo en comparación con el bicentenario de la Independencia; la proliferación de lugares comunes, de anacronismos y de inconsistencias en el discurso oficial; los homenajes sesgados e incompletos a los protagonistas del movimiento armado y la recuperación distorsionada de viejos rituales, como ocurre con la sustitución del desfile deportivo tradicional por una nueva exhibición del poder militar, en el primer cuadro de la capital. Tal incomodidad no sólo se explica por una afinidad ideológica –si bien no reconocida– del actual grupo gobernante con los sectores desalojados del poder a partir de 1910, sino también por la continuidad que el gobierno en turno ha dado al proyecto de desmantelamiento y aniquilamiento de los pilares sociales y económicos heredados por la Revolución, iniciado durante la presidencia de Miguel de la Madrid y profundizado por las siguientes, a pesar del cambio de siglas partidistas en la titularidad del Ejecutivo federal.
Si el maridaje ideológico entre el conservadurismo social y político y el neoliberalismo económico coloca al actual gobierno en la incapacidad de entender la importancia histórica de la Revolución Mexicana, y provoca que la celebración que organiza la administración calderonista resulte insustancial y fallida, la circunstancia nacional presente la hace, además, anticlimática. La realidad del país, después de 100 años de la primera revolución social del siglo XX, no sólo resulta parecida, o peor, a la de otras naciones de la región que no atravesaron por procesos similares, sino que también es análoga, en muchos aspectos, a la que prevalecía a finales de 1910: concentración de la riqueza a niveles insultantes y amplitud de los rezagos sociales –como acusó ayer el rector de la UNAM, José Narro–; distorsiones a la voluntad popular; vulneraciones a los derechos laborales y sindicales; negación de garantías básicas por la autoridad; claudicación de la soberanía ante los capitales internacionales y un ejercicio oligárquico, patrimonialista, tecnocrático e insensible del poder político.
Paradójicamente, las condiciones de incertidumbre, desesperanza, pobreza, desigualdad y desintegración del tejido social provocadas y acentuadas por los regímenes del último cuarto de siglo han provocado que la Revolución Mexicana se mantenga vigente en sus causas y reivindicaciones originarias, y que adquiera, después de 100 años de su inicio, la dimensión de referente ideológico imprescindible para el país. Si los ideales revolucionarios no tienen cabida en la visión estrecha y en el proyecto restaurador de la administración en turno, corresponde a la sociedad recuperarlos y encauzarlos a la superación de la desastrosa situación nacional presente.