omo parte de las intensas movilizaciones que se desarrollan en Grecia contra las políticas de ajuste emprendidas por el gobierno de Yorgos Papandreu, miles de trabajadores paralizaron ayer el transporte público en Atenas, en una marcha que duró más de tres horas, mientras el transporte marítimo –crucial en un territorio con una importante porción insular, como el griego– continuó suspendido. En tanto, la huelga general que se desarrolla en Portugal registró ayer un seguimiento récord de tres millones de trabajadores –según datos de los sindicatos– que protestan por las medidas de austeridad presupuestaria aplicadas por las autoridades de Lisboa.
Tales acciones se suman a las que llevaron a cabo miles de estudiantes en las calles de Gran Bretaña e Italia, ante los planes de reforma que buscan restar recursos a la educación y encarecer el ingreso a las universidades. Por su parte, organizaciones sindicales y sociales de Irlanda acordaron movilizarse mañana en respuesta al plan de choque exigido por la Unión Europea al gobierno de ese país, con el que se pretende ahorrar hasta 15 mil millones de euros en los próximos cuatro años, con cargo a los ingresos de los hogares y a las prestaciones sociales.
La inconformidad que se vive en Europa tiene como denominador común un amplio rechazo ciudadano a la perspectiva de que los desajustes macroeconómicos y financieros en el viejo continente sean corregidos a cambio de un elevado costo social. Dicha circunstancia permite ponderar el pésimo desempeño de Bruselas y los gobiernos comunitarios en el manejo de la crisis económica aún vigente: lejos de impulsar una reforma mundial del capitalismo y la introducción de elementos de racionalidad y regulación en el sistema financiero internacional –como habría sido deseable y necesario tras los descalabros económicos de 2008-2009–, las autoridades europeas se han limitado a aplicar meros paliativos –como el plan de rescate anunciado por Bruselas en mayo pasado– y se han aferrado, ante la continuidad de la turbulencia económica, a los dictados de la ortodoxia neoliberal: sacrificar a las mayorías mediante políticas de austeridad draconianas, tranquilizar a los capitales, recortar los presupuestos públicos y los salarios, y cancelar programas sociales.
Tales medidas no sólo son improcedentes y riesgosas por cuanto golpean el tejido económico y social, dejan las poblaciones a merced de los vaivenes del mercado y minimizan las perspectivas de intervención estatal, incluso en momentos en que ésta resulta por demás necesaria: también lo son porque impiden la reactivación de las economías y los mercados internos y porque reproducen, a fin de cuentas, la lógica que llevó al desbarajuste económico y financiero que empezó hace dos años.
Para que los planes de ayuda económica para países europeos en apuros tengan un mínimo de legitimidad y respaldo social, es imprescindible que estén acompañados de una reformulación profunda del modelo económico, de las necesarias regulaciones en materia financiera y de medidas que permitan reducir su impacto en los bolsillos de la gente; de lo contrario, dichas acciones seguirán siendo percibidas como un castigo por demás injusto para las poblaciones. En la hora presente, los gobiernos tienen la obligación de superar inercias y paradigmas tan añejos como desacreditados y reorientar sus prioridades a las necesidades de las personas, pues de ello dependen, en buena medida, la preservación de la estabilidad política, la gobernabilidad y la paz social en el viejo continente.