Opinión
Ver día anteriorMiércoles 15 de diciembre de 2010Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Curiosidad y medicina
L

a curiosidad es una gran virtud. La mayoría de los animales son curiosos. Quizás algún día se descubra algún gen relacionado con esta cualidad. Mientras tanto, especulemos. La curiosidad podría ser el resultado de una mezcla de factores; es muy probable que instinto, necesidad, conocimiento y aventura jueguen papeles diversos en la construcción de la curiosidad. Me pregunto, con temor, si la vida cada vez más sofisticada y con mayores artilugios a su alcance, no mermará en los jóvenes, sobre todo en los ricos, el placer de curiosear.

La curiosidad mató al gato es una vieja y muy repetida idea. No concuerdo con su mensaje. Rescribo el viejo legado: La curiosidad mató a algunos gatos y mejoró a otros. La idea original –¡pobres gatos: morir en el intento!– conlleva una dosis de moral religiosa y otra de paternidad de corte militar. La segunda idea y mejoró a otros, es parte de la condición humana.

Por ser curioso, tampoco concuerdo con los conceptos del místico y teólogo San Agustín de Hipona; el sabio consideraba nociva la influencia de la curiosidad. Decía: Al oído le gustan los sonidos armoniosos; al olfato, los aromas delicados; al gusto, los bocados dulces y sabrosos, y a la vista, combinaciones placenteras de formas y colores. San Agustín vivió en el siglo IV y V de nuestra era; los galenos coetáneos del teólogo lidiaron con la idea agustiniana cuyo mensaje sostenía que la satisfacción de la vana curiosidad –curiositas– acarrearía problemas por disfrazar la atracción bajo los presuntuosos nombres de conocimiento y ciencia. En la actualidad la Iglesia sostiene la misma torpeza: basta repasar su rechazo al Premio Nobel de Medicina de este año otorgado a los descubridores de la fertilización in vitro.

Aunque averiguar conlleve riesgos, apostar a lo desconocido es ejercicio sano. Mucho del conocimiento acerca de la enfermedad se debe a la curiosidad. Algunos médicos enfermaron y otros fallecieron con tal de satisfacer su intriga. Lamentablemente, también enfermos, sujetos de investigaciones mal planeadas o desligadas de principios éticos han fallecido en el curso de algunos protocolos. Investigar y curiosear comparten caminos.

Mucha de la sabiduría médica proviene de la curiosidad. Al igual que el amor invita a saber y actuar –de eso trata el famoso ordo amoris, de Max Scheller– la curiosidad produce conocimiento y movimiento. Las primeras experiencias de cualquier alumno de medicina tienen como sustrato la curiosidad. ¿Cómo es la cara del enfermo que padece lepra?, ¿cómo camina la persona afectada por Parkinson?, ¿cómo, dónde y por cuánto tiempo se coloca el estetoscopio?, ¿cuál es la consistencia de un hígado afectado por cirrosis?, ¿qué es lo que mira y cómo nos mira una persona esquizofrénica?, ¿en qué difieren las células normales de las afectadas por cáncer?

En ocasiones, y eso sería lo deseable, las últimas experiencias de galenos dedicados durante décadas a la medicina, también deberían contener una curiosidad madura cuyo leitmotiv sería indagar a fondo los deseos del paciente. ¿Cómo saber cuando la vida del enfermo ya no tiene sentido?, ¿cómo diferenciar entre el valor dignidad de la persona y el valor de la tecnología? y ¿cómo ser fiel al enfermo y no a las nuevas ideas de algunos colegas y hospitales? Esas preguntas infinitas parten del deseo de conocer. En la actualidad, la tecnología médica, y sus ultra rápidas respuestas, puede atentar contra la indagación, contra las preguntas y contra la curiosidad.

Con el paso de los años, con la experiencia acumulada, la curiosidad inicial se transforma en conocimiento y madurez. La mayoría de las veces, las preguntas imberbes inquieren sobre cuestiones físicas y celulares; los dilemas postreros hurgan en el sentir de las personas ante eventos terminales o decisiones que sumen al problema médico cuestiones filosóficas. En un principio, mirar al interior del cuerpo implicó abrir cadáveres; siglos después, mirar el interior del cuerpo implicó disecar el alma. Ambas inquietudes parten de la curiosidad. Interés, aliciente, incertidumbre, ilusión, expectación y atracción son algunas ideas afines a curiosidad. Esa afinidad es estimulante.

En medicina, cuando ordo amorisel amor es primero– y curiosidad se entrecruzan los resultados son óptimos. Se descubren anomalías, se investigan enfermedades, crece la ciencia. La curiosidad médica carece de límites. Lo mismo sucede con las enfermedades: son fuente inagotable de preguntas. La curación deviene incógnitas y las nuevas incógnitas exponen huecos.

Al igual que la emoción o la sorpresa, la curiosidad también es víctima de la rapidez del tiempo moderno y de su prolijidad. Aunque la capacidad de sorprenderse y de curiosear no pueden desaparecer, sí continuarán disminuyendo.

Se mira menos, se busca distinto, se inquiere diferente. Curiosear en medicina es sano: mucho se ha avanzado gracias a ese don. Aunque curiosear en la vida conlleva riesgos, siembra mucho: son pocos los gatos muertos por ser curiosos.