n un informe elaborado por la Casa Blanca sobre la situación de la guerra en Afganistán, y presentado ayer, la administración encabezada por Barack Obama reconoce que los logros
obtenidos en esa nación centroasiática son frágiles y reversibles
; indica que la red fundamentalista Al Qaeda –responsable de los atentados del 11 de septiembre de 2001– es un enemigo fuerte y despiadado, dedicado a atacar a nuestro país
, y sostiene que la derrota total de ésta tomará tiempo
.
La difusión del documento se produce en la recta final del año más sangriento y mortífero en territorio afgano desde que inició la ocupación de ese país –con 700 soldados invasores y miles de civiles muertos– y a unas semanas de que el mandatario estadunidense anunció un plan de retiro responsable
de sus tropas, que concluirá a finales de 2014. Resulta paradójico, en primer lugar, que en más de nueve años de acciones bélicas, que han sembrado destrucción y muerte en ese infortunado país y en la región, la mayor potencia militar y tecnológica del mundo, con sus gobiernos aliados, no haya sido capaz de derrotar a grupos que, como Al Qaeda, operan en forma difusa, clandestina y con una capacidad de fuego infinitamente menor a la de los soldados estadunidenses; por el contrario, las ofensivas de Washington los han fortalecido y han propiciado su propagación por buena parte del mundo islámico. La circunstancia obliga a preguntarse si las acciones de Estados Unidos en Afganistán obedecen exclusivamente a la supuesta necesidad de combatir a un enemigo tan fuerte y despiadado
como señala el documento referido, o si la Casa Blanca y el Pentágono buscan usar la amenaza que representa Al Qaeda como pretexto para mantener un estado de histeria y paranoia en su propio país –y en Occidente en general– para justificar la permanencia militar de Washington en Asia central y legitimar así su proyección como potencia colonialista y belicista en la región y en el mundo.
Un elemento de contexto es el episodio de las filtraciones masivas de documentos del Departamento de Estado, realizadas por el sitio Wikileaks, en el que no sólo han quedado de manifiesto las debilidades reales de los aparatos de inteligencia estadunidenses –en esta ocasión vulnerados por un puñado de activistas cibernéticos–; también ha sido exhibido un afán de Washington por comportarse como policía del mundo, su persistencia en proyectar un poder de alcances planetarios y su papel como violador consuetudinario de la legalidad internacional. En uno y otro casos, ha quedado de manifiesto cuán poco han cambiado las cosas entre las administraciones de George W. Bush y Barack Obama.
Por lo demás, bien haría el actual mandatario estadunidense en recordar que la existencia y operación de Al Qaeda en Afganistán y en otros países, como el vecino Pakistán, es en buena medida consecuencia del financiamiento y el apoyo que Washington dio a los grupos más radicales del fundamentalismo hace dos décadas, en los tiempos en que Afganistán se encontraba invadido por la extinta Unión Soviética. Tales consideraciones, en conjunto, hacen que los señalamientos de la Casa Blanca en torno a la invasión a Afganistán sean percibidos como una demostración de desmemoria histórica y doble moral, en el mejor de los casos, o como una farsa, en el peor.
Ante este panorama, resulta desolador que un personaje como Obama, de quien cabría suponer más luces que de su antecesor, haya caído en esquemas tan primitivos y deplorables como los que llevaron a George W. Bush a emprender su guerra contra el terrorismo
; que no quiera o no pueda darse cuenta de que la cruzada bélica no ha dejado nada bueno para esa nación ni ha hecho al mundo más seguro, y que se empeñe en perpetuar la ocupación ilegal que mantiene en Afganistán, y así profundizar una trampa indeseable para su propio gobierno.