l secretario técnico del Consejo Nacional de Seguridad Pública, Alejandro Poiré, afirmó ayer que las organizaciones delictivas que operan en el país se están debilitando como nunca
y, para fundamentar dicho aserto, aseguró que 51 por ciento de los líderes criminales más peligrosos de México
–según fueron definidos en un listado de la Procuraduría General de la República en marzo de 2009– han sido abatidos o capturados, lo que indicaría que se ha hecho más de la mitad de la tarea
; tales organizaciones, dijo, han sufrido un daño severo e irreparable
en sus estructuras de organización
. Asimismo, aseveró que en el segundo semestre del año pasado –periodo en el cual se alcanzó una cifra sin precedente de 30 mil asesinatos vinculados con la delincuencia organizada– se redujo la tendencia
de las muertes violentas relacionadas con el crimen organizado. En relación con los más de 30 homicidios ocurridos el pasado fin de semana en Guerrero, el declarante aseguró que fueron consecuencia de la inacción
del gobierno estatal.
Tales declaraciones, reiteración de lo que vienen diciendo las voces gubernamentales desde hace tres años y medio, no sólo muestran una deplorable comprensión de los fenómenos delictivos en México –como si para reducirlos bastara con matar o capturar a los presuntos líderes de la criminalidad–, sino también una discordancia, cada vez más alarmante, entre la autocomplacencia oficial y la realidad: a contrapelo de lo dicho por Poiré, y de acuerdo con las cifras proporcionadas por el propio gobierno federal, la violencia delictiva sigue al alza –lo ha estado a todo lo largo de la actual administración–, y crecientes sectores de al ciudadanía viven bajo el terror de las confrontaciones armadas, de las agresiones y extorsiones cometidas por todo tipo de organizaciones delincuenciales, y de las violaciones a los derechos humanos perpetradas por los efectivos policiales y militares encargados de restablecer el estado de derecho
, consigna bajo la cual han sido cometidas toda suerte de tropelías contra la población civil.
La aniquilación de presuntos delincuentes por las fuerzas del orden no puede ser vista, desde ninguna perspectiva, como motivo de orgullo para una administración pública, toda vez que la misión de la autoridad no es la liquidación física de los supuestos infractores, sino su identificación, su captura y su entrega a los órganos jurisdiccionales encargados de establecer su culpabilidad o su inocencia. En cuanto a las capturas, resulta desolador contrastar los números que maneja Poiré con recuentos oficiales, según los cuales la gran mayoría de los arrestados en el contexto de la guerra
calderonista son puestos en libertad por deficiencias en las averiguaciones e imputaciones. Para no ir más lejos, debe recordarse el caso del michoacanazo, como se conoce popularmente al operativo realizado en mayo de 2009 en el que el gobierno federal detuvo a 30 funcionarios públicos de Michoacán –municipales y estatales, y miembros, en su mayor parte, de partidos distintos a Acción Nacional–, 29 de los cuales fueron liberados en los meses siguientes tras establecerse su inocencia en los organismos jurídicos correspondientes.
El operativo dejó ver una clara intención del gobierno calderonista de utilizar la persecución de la delincuencia como instrumento contra la oposición política. Esta intención faccionalista se evidencia, una vez más, en las declaraciones formuladas ayer por Poiré, quien, con una ligereza incompatible con su tarea, atribuyó la responsabilidad por los asesinatos del fin de semana en Acapulco al gobierno estatal de Guerrero.
Resulta muy improbable que declaraciones como la comentada contribuyan a tranquilizar a la sociedad ante el baño de sangre, la inseguridad y el descontrol en que ha sido sumido el país. Por el contrario, las palabras de Poiré reafirman la sospecha de que la administración calderonista va perdiendo, conforme se complica el escenario nacional, el contacto con la realidad. Y la sospecha es alarmante.