e cumplió ayer un año del terremoto que devastó buena parte del territorio haitiano, causó la muerte de unas 300 mil personas y dejó sin casa a un millón 300 mil habitantes, 15 por ciento de la población del país. La tragedia de enero de 2010 agravó hasta una situación casi indescriptible la circunstancia del país más pobre del hemisferio y uno de los más afectados del mundo por la miseria, la insalubridad y las carencias de todo tipo. En los días posteriores al desastre se suscitó una movilización internacional espectacular en la que confluyeron gobiernos, organismos internacionales, organizaciones no gubernamentales y hasta empresas privadas, en lo que constituyó una promesa de ayuda masiva y sostenida, y representó, de manera implícita, un mea culpa de la comunidad internacional por haberse desentendido de la infortunada nación caribeña.
En los 12 meses transcurridos desde entonces, sin embargo, los compromisos adquiridos se han ido desvaneciendo, los recursos monetarios ofrecidos han fluido en forma parcial y con mezquindad, y buena parte de ellos se han ido en el mantenimiento burocrático de misiones internacionales cuya incidencia en el terreno de la catástrofe es, por decir lo menos, dudosa. En ese mismo lapso, Haití ha vuelto a la soledad y al olvido, y la mayor parte de los damnificados por el terremoto han debido encarar las consecuencias en condiciones de mera supervivencia: sin elementos mínimos de higiene, sin refugios provisionales habitables, sin comida, sin medicina y sin autoridades nacionales propiamente dichas.
Como consecuencia directa de esas pésimas condiciones, en el segundo semestre del año pasado se registró una epidemia de cólera cuyo único factor sorpresivo, dado el contexto, es que no haya sido mucho más extendido y masiva. Tal fenómeno ocurrió pese a que, desde los primeros días después del sismo, se advirtió que si no se hacía algo básico y efectivo para mejorar la situación de los campamentos de damnificados –como proveerlos de agua potable, por ejemplo– sería inevitable la aparición de enfermedades infecciosas. Nada se hizo, sin embargo, y la epidemia ha sido un agravante más de una catástrofe causada no tanto por el terremoto, sino por la larga cadena de carencias, irresponsabilidades y omisiones humanas.
Una vez más, la comunidad internacional, encabezada por Estados Unidos, Europa y la burocracia de los principales organismos internacionales, ha fallado ante una nación en circunstancia de tragedia.
Este hecho exasperante pone en relieve la imperiosa necesidad de cambiar las reglas del juego de la economía globalizada, que condiciona en forma creciente las decisiones políticas de todos los gobiernos, y que no se interesa por las personas en tanto éstas no sean generadoras de utilidades, ya organizadas en mercados o como contingentes laborales explotables; asimismo, deja ver la urgencia de reformular los mecanismos de toma de decisiones en el seno de organismos como Naciones Unidas, el Fondo para la Agricultura y la Alimentación, la Organización Mundial de la Salud, el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional. De otra manera, la comunidad internacional seguirá careciendo de capacidad para asistir a los más desamparados de sus integrantes y seguirá imperando en el mundo la ley de la jungla.