uede ir la izquierda en alianza electoral con el PAN sin avalar las políticas del gobierno federal? ¿Hay forma de crear una plataforma común en la esfera local haciendo abstracción de lo que cada una de las fuerzas representa en el plano nacional?
Esas preguntas, más otras muchas, alimentan el debate en curso en torno a las elecciones en el estado de México, convertidas ya en una suerte de barómetro de la carrera presidencial. Según la lógica de los aliancistas, la respuesta es que no sólo se puede sino que se debe avanzar por ese camino, pero el argumento más bien defensivo se funda en la teoría del mal menor, según la cual el PRI es el obstáculo principal para el desarrollo social y político de México. Conseguir la alternancia en el estado de México sería, pues, el primer paso para frenar el ascenso del tricolor y el fortalecimiento de Peña Nieto, hoy en ruta sin obstáculos hacia la Presidencia. Intentar la coalición en ese caso, se afirma, no sólo es una oportunidad electoral, dictada por la necesidad de sobrevivencia, sino una apuesta por el futuro. Casi una tarea histórica de los demócratas. Borrar las diferencias de principios
entre la derecha y la izquierda aparecería, según esto, como un acto de puro realismo político.
Este planteamiento no es erróneo porque manifieste genuina preocupación ante la candidatura de Peña Nieto, a todas luces portador de un proyecto de concentración del poder, sino porque olvida poner en el balance nacional los 10 años de alternancia gobernados por el PAN, la crítica a fondo de la nueva y fangosa realidad configurada por las alianzas públicas y subterráneas entre ambos partidos (PRI-PAN)
Si el PRI se impone, se dice, la transformación democrática se estancará o, peor, dará un vuelco autoritario, como si en verdad la calidad de nuestra vida pública mejorara en vez de caer a ojos vistas. Los partidarios de las coaliciones podrían argüir, aunque se cuidan de hacerlo, que la transición
estará incompleta mientras el PRI subsista para disputar el poder. Pero tampoco esa es su visión. Por el contrario, si hablan de alianzas o coaliciones entre adversarios reconocidos es porque dan por supuesta la normalidad democrática, aunque, paradójicamente, en cada elección sexenal descubran
contendientes capaces de poner en peligro
el funcionamiento del sistema. En otras palabras, fuera del objetivo de frenar a Peña Nieto (y, en su caso a AMLO) y no perder demasiados votos, no hay un planteamiento estratégico que permita salvar la crisis institucional y darle nuevas perspectivas a la competencia política.
De alguna manera, este enfoque vive del pasado bajo la sombra perversa de la restauración, un fantasma que se burla de las atribuladas conciencias que vieron en el 2000 el nacimiento de una era de luminosa civilidad. Se juzga al PRI por lo que siempre tuvo de aparato de Estado subordinado al centralismo presidencial, por sus pesadas herencias autoritarias, sin percibir cómo bajo las reglas de la normalidad democrática
se viene articulando una nueva constelación de intereses, surgida a partir de la descomposición general del régimen y el ascenso imparable de los poderes fácticos, pero concretada en los feudos de poder implantados en entidades federativas y municipios que hoy concentran buena parte de los recursos y atribuciones del Estado. Eso es lo nuevo. A esa realidad no es ajeno el panismo, porque este partido es el responsable directo de las desviaciones del proceso democrático en los años recientes.
No es exacto decir que el PAN y el PRI son clones como salidos de una misma matriz, pero si es válido asegurar que entre ellos (o al menos entre sus círculos más influyentes) hay en potencia un partido por nombrar y construir, un campo de entendimiento que abarca cuestiones fundamentales de la economía y la perspectiva de futuro (y hace poco también una visión conservadora de la moral pública), muy superior en alcances e influencia de la que tendría esa franja del priísmo más cercana a la izquierda que aún trata de sobrevivir.
En rigor, el fracaso del PAN para realizar las reformas democráticas que la sociedad venía exigiendo a la hora de la alternacia, las concesiones y la decisión de cerrar el camino a la izquierda explica, en buena medida, la resurrección
de Peña Nieto como figura emblemática de la coalición del poder dominante.
Por eso es un grave error político pretender hacer del antagonismo autoritarismo/democracia el único eje de la disputa por el poder en el México de hoy, sin ubicarlo en la crítica del rumbo general del país; cuestionando la viabilidad del sistema político tal y como ahora funciona, el estancamiento seudodemocrático que profundiza la desigualdad e impide enfilar a un nuevo ciclo de desarrollo social y nacional bajo el contexto de la globalización. Ese es el desafío que sólo el cambio en la correlación de fuerzas a escala nacional permitirá enfrentar con posibilidades de éxito, pensando incluso en un escenario posterior al 2012, que no es, por cierto, la fecha del fin del mundo. Aunque lo parezca. La izquierda no puede eludir sus compromisos.