on el diálogo puesto en marcha este domingo entre el vicepresidente de Egipto, Omar Suleiman, y los principales líderes de la oposición, comienza una nueva etapa en el conflicto que se vive en esa nación del norte de África por el rechazo ciudadano al régimen de Hosni Mubarak.
El escenario parece conjurar, al menos en lo inmediato y por lo que concierne a las elites opositoras, una posible caída abrupta del dictador Mubarak, por más que su continuidad frente al gobierno de El Cairo es, en la hora presente, el principal factor de tensión, caos y violencia en ese país, y a pesar de que su renuncia ha sido y sigue siendo la principal demanda de los manifestantes opositores.
En cambio, en las últimas horas ha ganado fuerza la posibilidad de que Egipto se encamine a un proceso de transición por la vía reformista, que necesariamente tendría que incluir, si ha de atenderse a las demandas de los manifestantes, la eliminación de la impresentable Ley de Emergencia –vigente en el país desde 1981 y con la que ha reprimido y silenciado a los disidentes– y las modificaciones a los preceptos constitucionales que impiden elecciones libres y competidas.
Un elemento significativo de las negociaciones iniciadas ayer es la participación en ellas de la todavía proscrita Hermandad Musulmana, el partido ortodoxo sunita que constituye la principal organización política opositora y que se ha erigido en un componente importante –si bien no el único– de las protestas que se han desarrollado en los últimos 12 días.
Además de la trascendencia histórica del encuentro –la hermandad se sienta a negociar con el régimen por primera vez en medio siglo–, la inclusión de ese partido en el diálogo entre el gobierno y la oposición reviste importancia política: sin la presencia de esa organización en la mesa de negociaciones se habría excluido, al menos formalmente, a una tercera parte del electorado de esa nación, que es la que constituye, según estimaciones extraoficiales, la base social de ese instituto islámico.
Con todo, los acuerdos iniciales conseguidos durante estos acercamientos han sido calificados de insuficientes
por la oposición, y han sido recibidos con escepticismo por los manifestantes de a pie, congregados en la ya simbólica plaza Tahrir de El Cairo: ayer, en ese sitio, la noticia de las negociaciones fue incluso rechazada por el grupo 6 de Abril, movimiento juvenil que se ha erigido en promotor principal de las protestas.
El factor central de este escepticismo es la articulación de las negociaciones en torno a la figura de Omar Suleiman, cuyo historial lo desacredita como un interlocutor confiable y deseable para lograr la democratización de ese país: por un lado, por su papel desempeñado como un hombre del viejo régimen
en quien, por añadidura, recaía la responsabilidad de las tareas de espionaje y tortura de sectores disidentes; por el otro, por el papel desempeñado por ese personaje como impulsor del descrédito de la propia Hermandad Musulmana ante Occidente, como quedó reflejado en cables divulgados por el sitio Wikileaks.
Aunque el inicio formal de las negociaciones constituya en sí mismo un hecho positivo, ese proceso está marcado por una gran fragilidad. El diálogo en Egipto se desplaza, en la hora presente, en una delgada línea configurada, por un lado, por los intereses de las potencias occidentales y de su aliado en la región –Israel– y, por el otro, por las reivindicaciones democráticas de un pueblo egipcio que percibe, y con razón, la amenaza de que en ese país se dé, en el mejor de los casos, un proceso de transición incompleto, selectivo y excluyente. El pulso sigue.